Liminar
La expresión de la mujer en el llamado, tradicionalmente, mundo de las letras y de las artes ha sido acallada, no solamente en la producción misma de textos sino también en la frecuencia para ser publicada. No es un asunto de ahora. A lo largo de los siglos las mujeres, al aventurarse en campos ocupados, con férrea cerrazón, por los discípulos más conspicuos de los machos poderosos, deben someterse a la exclusión, cuando no a olvidos hirientes.
En las artes escénicas muchas piezas de teatro, más a partir del siglo XIX, se nota, como en otros campos del arte, un proceso de emancipación de la mujer. Se trata de pasar de papel secundario a protagonizar, sin modestia, historias propias a su mundo y a su sensibilidad.
Repasar las mitologías localizadas en los cuatro puntos cardinales afirma la idea de mujeres lanzadas al sacrificio por los textos en los que se refuerza la división ancestral de las funciones entre los sexos: reproducción y poder, significados de la organización social que propugnan por la permanencia de la especie y la ampliación de las fronteras por la fuerza de los enfrentamientos.
La noción de sujeto hace relación con lo masculino, lo que dice enfáticamente que la mujer no era vista como sujeto; a ella se le define como inferior en muchos casos, cuando no trofeo de guerra, señora de la casa y mujer de un hombre. Incluso se llegó a convertir en criterios de verdad frases falaces como aquellas de pensar la mujer como una flor o una porcelana, derivación evidente y poco criticada de la indiferencia sustancial y mirada arbitraria y poderosa de lo masculino.
Mujer y belleza alejaron a las féminas de los principios regidores de lo antropológico, lo social y lo político. Una mirada general deja ver a las claras las imágenes en las que las mujeres no son diosas creadoras, menos artistas, filosofas, poetisas ni hablar. Debemos decir que está por escribirse una versión elaborada de la historia universal de la infamia y la invisibilidad en la que mujeres que contribuyeron a cambiar el mundo sean protagonistas. Ellas no tienen asiento en las historias y cuando, por error, lo tienen, siempre será producto de un hombre que las apoya.
En el principio
En las artes escénicas, las fiestas abren el compás para los excesos, las igualdades fortuitas y el desbordamiento de los instintos; declaración de un tiempo abierto o “moratoria de la decencia” y articulada al derecho, por unos cuantos días, de dar rienda suelta a los apetitos. En aquellas condiciones nace el teatro popular que luego, los tres grandes, Esquilo, Sófocles y Eurípides, más un gracioso personaje, amante de la sátira y burlador por excelencia llamado Aristófanes, articulan a un espacio determinado que se va consolidando con implantaciones arquitectónicas cuya mayor propósito, como cualquier principio de la lógica formal, aspira a generar un orden, tanto del lugar de la representación como del que ocuparán, desde aquel momento, los espectadores: nacimiento del espectáculo, ficción de la realidad, realidad de la ficción y reproducción de preocupaciones del hombre en relación directa con los dioses y con sus circunstancias.
El personaje y el conflicto son producto de circunstancias que inducen a mejorar el espectáculo. Se sitúa en el siglo VI antes de nuestra era. Cuando se consolida el lugar y se modelan los elementos propios del teatro la inspiración de los dramaturgos encuentra caminos de expresión que, con el paso de los años, recibe el nombre de tradición clásica.
La mujer no aparece en el escenario, más sí en las calles de las fiestas y de los carnavales. Una mirada crítica de esta condición mueve a pensar en una relación dual extendida hasta la segunda modernidad: cuando se trataban temas referidos a reforzar los principios emanados del orden social establecido, la mujer aparecía en el escenario como personaje que incluso se rebela contrario a las reglas de los hombres pero, bajo la condición de reforzarlos.
Caso concreto Antígona, mujer paradigmática del amor filial y de la rebelión cuya mayor osadía fue “transgredir las leyes” y poner el dedo en la llaga supurante de las iniquidades. En la otra orilla, la llamada desde entonces tendencia a la vulgarización, de raíz popular, no sujetos de derecho, podían juntarse en las festividades y la mujer era carne de la carne de todos los deseos y allí la animalidad desbordada no tenía límites.
Así pues, la mujer podía ser ejemplo y condena, dos condiciones creadas por dramaturgos respetuosos de las leyes morales como Esquilo o, por el contrario, de críticos como Eurípides cuya pluma tuvo la inmensa grandeza de incitar a los dobles discursos desde los cuales se han creado las dialécticas propias de un arte en el que la expresión se funda en la circunstancia de lo que dice la palabra y lo que verdaderamente significa: secretos propios de una acción humana unida a los valores y a la lucha perenne entre fuerzas antagónicas.
Con el advenimiento de las religiones impositivas la mujer se hunde en un hoyo sin fondo. Esclavizada, su rol en los actos sacramentales no es otro que la imitación de beatitudes elevadas a una categoría extrahumana. Su paso por el teatro de aquellos tiempos marca una impronta de comportamiento que la condena, con enorme rigor, a un tipo de actuación contrario a su naturaleza, sus afectos y sus apetencias. La literatura clandestina, rescatada después de siglos de oscurantismo, nos ha entregado bellas razones y lecciones de frustración en las que se ilustra, con dolor y belleza, la clandestinidad de la mujer.
Un salto cualitativo y libertario, nuevo oxígeno, vino atornillado a los espectáculos de calle de La comedia del arte y Colombina, pequeña, graciosa, seductora, dispuesta a la alegría que inaugura la Picaresca grandiosa de estados de liberación, gracia teatral con resonancias de alegría manifiesta y, a la vez, rigidez institucional que condujo a censuras tan perniciosas y arbitrarias cuya consecuencia se manifiesta en las sombras tendidas por los países del Mediterráneo y publicitadas en los cadalsos y las hogueras de la Inquisición. Entonces el escenario se traslada a las celdas clandestinas en las que la mujer expresa sus sentimientos más profundos y los bosques de brujas traviesas y amistades que invocan las fuerzas de la naturaleza: Dionisios reaparece en cada noche de luna llena y bebe, ama y danza con las bellas seductoras en cuyos rostros se refleja, como un haz de luz nueva, los principios de su liberación.
Renacer, nombre del juego
Grecia reaparece en el Renacimiento al lado de los movimientos precientíficos, las artes y las letras, y una plástica que emula a los dioses por su perfección. Ya estamos instalados en un mundo nuevo y el teatro contribuye con el entusiasmo propio de un arte cuya grandeza no es otra que mostrar, entre realidad y fantasía, las bondades y las maldades de esa naturaleza incierta llamada hombre. La Beatriz y Laura y muchas otras y los escenarios instalados en las calles y en las plazas, los carromatos y los actores de bullicio imprevisto, avanzan por el escenario abierto bajo la consigna de despejar las sombras que el mundo de la prohibición había tendido por caminos y ciudades.
El teatro hace desaparecer el miedo, la mujer es oficiante del mundo de los creadores y aparece la idealización y una tensión novedosa que cientos de autores dieron en llamar modernidad. La mujer, sin embargo, conserva su condición de inferioridad y en muchos países, sojuzgada por el anillo de hierro de religiones ortodoxas y de hombres ambiciosos y fanáticos, muy masculinos pugnan por mantener sus privilegios y golpear a la mujer, incluso con excesivos elogios que esconden sus verdaderas intenciones.
Arriba al escenario el señor Shakespeare y sus Julietas, Ofelias, Ladies, Desdemonas, Violas, Rosalías, hadas, brujas y muchas otras que entregan al teatro una etapa inédita fundada en lo mejor y en lo peor del hombre. Allí ellas también actúan como humanas. Son vengativas, amorosas, poderosas, manipuladoras, casquivanas, idealistas, amantes irredentas y rebeldes que esperan de sus hombres algo más que un macho que las fecunde en una noche de pasión. Maquinan asesinatos y componendas, presiones y artimañas aprendidas de los eternos vástagos de la inmoralidad y el descaro, la ausencia de lealtad y la corrupción que emanan de las alcantarillas putrefactas del poder.
Quizá por ello el señor Shakespeare sea universal y porque hemos cambiado poco. No en vano Isabel I, con sus actuaciones ocupó el trono más ambicionado de Europa y, en las antípodas, las mujeres de otros reinos, seducen a los intrépidos conquistadores y crean escenarios que, con el paso de los años, legaran a la humanidad otra teatralidad –melodrama sencillo- que, a pesar de todo el teatro que existe, no ha podido ser borrado de los escenarios.
Entre los muchos escenarios creados por el señor Shakespeare se encuentra aquel que fusionó la historia de las manipulaciones propias de los hombres a través de los siglos, el amor atormentado y las traiciones; una verdadera lección de realidad que alimentó a trágicos y a comediantes cuyos mejores alumnos habitaron en Francia. Jean Baptiste Poquelin, Molière, hombre de teatro y conocedor como el que más de los secretos que guarda el público y de los mecanismos de una comedia lírica, deliciosa y crítica, nos entrega a mujeres ambiciosas en un mundo de hombres tan ambiciosos como ellas. Inaugura el engaño como forma de vida y la belleza como forma de seducción prefijada. Maestro de la caricatura y de la palabra satírica reencarna a los viejos y fieros humoristas del planeta negro para ejemplificar una Escuela de mujeres que saben que lo suyo y sus atributos pueden enloquecer a hombres mentirosos: Molière engaña a todos y todos se engañan entre ellos y, a su vez, perfila un mundo en el que el artificio, propio del teatro, alcanza su máximo esplendor.
En otra condición sorprende Fedra de Racine y su fuerza interior y su capacidad para moverse entre el amor y la venganza; a este extraordinario observador de los fondos de la conciencia debemos una de los más valiosos modelos de interpretación femenina y cuya influencia se extendió por Europa y sirvió de base para crear metodologías y entrenamientos cuyo eje central no fue otro más que repensar las acciones de las actrices sobre el escenario.
Goerg Bücher, en 1839, transita por los rumbos del naturalismo y el teatro de realidad y con él recordamos al patético soldado Woyzeck, asesinado por su mujer, y las implicaciones de un universo femenino tan salvaje como su naturaleza, ancestral en su esclavitud, ávido de hacer realidad deseos incomprendidos y la desnudez de un ser en vía de asumir la madurez de sus ambiciones. La heroína de todo esto es Nora, de Casa de muñecas de Ibsen y la escena del portazo final, considerada por la crítica como la primera bandera ondeando sobre el universo de un planeta inédito bautizado como feminismo. Y Lugo la complicidad de August Strindberg, quien desde la fría Suecia estrena la turbulenta existencia de la Señorita Julia y las implicaciones para el futuro de un teatro de mujeres recias que sienten temor pero no se arredran al enfrentar, a costa de todo lo suyo, a las condiciones adversas que imperan en el mundo de la indiferencia y el egoísmo masculino.
De Rusia con pasión
Nuestro Antón Chéjov trae bajo el brazo a personajes de “verdad interior, la verdad del sentimiento y de la experiencia”. Asociado al Teatro Arte de Moscú y en compañía de Stanislansky y Dachenko, elabora y vive una de las etapas más elocuentes, edificantes, práctica, teórica y estética de la historia del teatro. La realidad de sus creencias es convertida en obras de gran pureza en el montaje y calidad actoral que aún son ejemplo en las sesiones de entrenamiento en muchas escuelas de actuación del mundo. En aquellas regiones que colindan con la perfección, los personajes femeninos sobresalen. La gaviota, Las tres hermanas, El jardín de los cerezos, para mencionar apenas las piezas más conocidas, no invitan a un viaje por el subtexto y el sustrato psicológico de personajes que requieren, no solamente destreza sino capacidad para unir sus estructuras corporales y vocales con las contradictorias profundidades de las motivaciones sanas e insanas que motivan las conductas de hombres y mujeres con apetencias, deseos, pasiones y envidias disfrazadas de amor, conciliación y solidaridad.
El capitalismo también colabora con el teatro, especialmente a partir de la II Guerra Mundial. Eugene O’Neill con su Deseo bajo los olmos y la profunda historia Largo viaje hacia la noche, da lugar para pensar una sociedad contradictoria con ancestros de dominación y discriminación, y en la que la mujer es víctima y manipulada por los valores del dinero y el éxito, el artificio de la vida y el consumo que se asoma como el ethos fundamental de la existencia. A su lado el enigmático y corrosivo, audaz y sobrecogedor Tennessee Williams y Arthur Miller, Un tranvía llamado deseo y Todos son mis hijos, llaman la atención del alma esclava, los vicios y también las virtudes de la enormidad de un imperio que clama inclusión, en sus discursos sobre la igualdad, y en la práctica difiere sustancialmente de sus principios.
Y luego nos atisba desde la escena las rupturas introducidas por el Teatro del Absurdo y sus composiciones desde la incomunicación, los estertores del llamado drama moderno y las constantes búsquedas. En esa ansiedad creativa, hombres y mujeres se dan la mano al crear, en condiciones de igualdad, la libertad de expresión escénica y la invención de nuevos formatos. Evolución que en todos los países se encuentra en proceso de construcción y en algunas ocasiones bastante contradictorios y escasos de profundidad. En tales condiciones históricas y sociales la mujer, después de ubicarse a codazos a veces y a empujones en otras ocasiones y con lucha abierta la más de las veces, ya es reconocida como actriz, dramaturga, directora de escena y productora. Todo ello ha sido resultado de las oportunidades y las líneas invisibles que les ha brindado un arte en el que ellas siempre han sido, a pesar de los malos tratos, las traiciones, las equivocaciones y las manipulaciones de doble faz, imprescindibles.