Carlos Rojas: Esto-vi en 2025

1 Estrella2 Estrellas3 Estrellas4 Estrellas5 Estrellas (2votos, promedio: 5,00 de 5)
Cargando...

.. Comments (0)523

Licenciado en Artes Escénicas de la Universidad Nacional Experimental de las Artes – UNEARTE, de Caracas, Venezuela. Cineasta, crítico, escritor y productor. Sus textos han sido publicados en medios como Paso de Gato, Conjunto, Tablas, ArtezBlai, Territorios Escénicos (CELCIT), Miradas al Escenario y Kiosko Teatral. @mipuntocritico.

Un punto de vista

Debo decir que ha sido un año especialmente productivo para el panorama teatral bogotano, atravesado por una multiplicidad de búsquedas que reafirmaron el poder del arte escénico como espacio de creación, reflexión y diversidad.

Mientras usted, querido lector/espectador, evoca las obras que disfrutó este año, yo también hago un repaso de aquellas propuestas que, por su fuerza, riesgo o belleza, dejaron una huella en mi mirada crítica.

Esto vi: montajes que dialogaron con la ficción y la memoria —como Historia de un disfraz o Raquel—, otros que exploraron con lúcida provocación los límites de la representación —como Tres películas prohibidas o Veneno—, y nuevas dramaturgias y teatralidades que abrieron sendas entre la comedia y lo políticamente correcto.

La escena capitalina se consolidó como un territorio de experimentación, con direcciones que repensaron la arquitectura del espacio, intérpretes de entrega esencial y un creciente cruce entre disciplinas: títeres, performance, danza, teatro musical y experiencias inmersivas.

Esta breve cartografía escénica no pretende establecer categorías ni verdades absolutas, sino compartir una memoria afectiva y reflexiva de lo que observé en la escena capitalina del 2025: un mapa de obras diversas que mantienen vivo el pulso de una ciudad que sigue pensando, imaginando y resistiendo sobre ese gran escenario llamado: Bogotá.

Antología teatral bogotana

Historia de un disfraz / Teatro R101 / Dirección: Hernando Parra

En un país donde los héroes se fabrican en los titulares y se desmoronan al día siguiente, Historia de un disfraz se atreve a hacer lo impensable: devolverle humanidad a la leyenda del comic.

El protagonista, un hombre común, Henry Bautista: no salva al mundo, ni siquiera logra salvarse a sí mismo. Pero, en ese desengaño está su fuerza. Su traje de Superman no tiene poderes; pero si tiene muchas costuras. Son las costuras de un país que aprendió a sobrevivir zurciendo sus desgracias.

La premisa parte de una idea tan delirante como lúcida: un hombre que insiste en ser Superman no por aspiración heroica, sino por pura obstinación existencial. En su biografía caben Armero, Galán, el 11 de septiembre, la pandemia. Cada tragedia pública se convierte en un retazo personal, un archivo del dolor nacional. Henry, ese superhéroe frustrado, encarna la imposibilidad de volar en un país ajeno donde incluso los sueños tienen que pedir visa.

La dirección elige la contención como ingenio. Nada sobra, nada se subraya. La puesta en escena se mantiene en una línea entre la confesión y la farsa. El resultado es un teatro que no necesita efectos: basta la voz de un hombre que recuerda. Y en ese recuerdo, el público se ve, se reconoce, se evidencia. El humor aparece como crítica; la ironía, como salvación. Cuando Henry se viste con su traje comprado en San Victorino, no está jugando: está asumiendo un personaje.

El verdadero hallazgo del texto es su teatralidad imaginaria. Lo que comienza como una obsesión ridícula se vuelve una metáfora devastadora sobre la identidad, la memoria y la exclusión. En este contexto, Superman no es un mito estadounidense: es un migrante, un sobreviviente, un cuerpo exiliado de su propio lugar. Y Henry lo entiende demasiado tarde: ser héroe en Colombia no es volar, es no rendirse a la realidad.

La interpretación de Botero logra un histrionismo de admirable precisión: sostiene la fragilidad sin perder la fuerza, el humor sin diluir la tragedia. Su presencia escénica no busca conmover: incomoda, desarticula, interpela. Parra, desde la dirección, evita el sentimentalismo y opta por un tono tragicómico, que le da a la propuesta una honestidad brutal.

Al final, el teatro —ese territorio donde lo imposible todavía se permite— logra lo que el cine ya olvidó: transformar lo patético en revelación. Un disfraz que no oculta, sino que muestra. Un individuo que, al caer, nos enseña que la caída también es una forma de vuelo.

Historia de un disfraz no ofrece redención. En su aparente simpleza, la obra desnuda una verdad incuestionable: necesitamos creer para seguir existiendo, aunque sepamos que la capa de nuestro antihéroe no vuela. Henry no vence al mal, ni a su padre, ni a la historia ni a su infortunado destino. Pero, si vence la indiferencia, que es el peor enemigo del hombre moderno. ¡Por más Henry Bautista en este mundo!

Veneno / Teatro Nacional / Dirección: Manuel Orjuela

En una cartelera bogotana saturada de comedias desechables, Veneno aparece como una rara excepción: de un teatro que se atreve a hablar de lo que duele. Carolina Cuervo escribe con humor mordaz y Manuel Orjuela dirige con la precisión de quien entiende que la tragicomedia puede ser el antídoto más eficaz de la violencia emocional.

Tres mujeres, una cena y una verdad que se pone en la mesa. María, Ana y Tina celebran, se ríen, se hieren. Pero, lo que estalla en escena no es una amistad, sino el reflejo de una situación. Lo que se sirve en los platos es envidia, frustración, deseo reprimido. Lo que parecía comedia, se revela como confesión social.

La escritura de Cuervo se sostiene en un filo punzante: arranca carcajadas mientras abre heridas. No hay piedad ni complacencia; hay ritmo, tensión y una percepción aguda para la crueldad cotidiana. Cada diálogo es un tiro de gracia disfrazado de chiste. Y lo que empieza como una invitación a cenar se transforma en una batalla donde la ternura se mezcla con el veneno y nadie sale indemne.

El elenco, Paula Estrada, Mónica Giraldo y la propia Cuervo, sostiene un reto actoral de alto vuelo. La escenografía, con sus muñecas Barbie encerradas en vitrinas, no es un detalle decorativo: es una metáfora cruel. Esas figuras de plástico son las mismas protagonistas, atrapadas en la imagen que el mundo les exige mantener, brillando bajo la luz de su propio encierro.

Es un espejo que devuelve un reflejo que nadie quiere mirar: el de nuestras envidias pequeñas, nuestras verdades y mentiras no dichas. Cuervo no escribe para hacernos reír: escribe para incomodar y sobre todo para hacernos reflexionar en medio de la ironía. Y en esa incomodidad reside la verdad del texto.

No hay antídoto posible para este montaje. Uno sale del teatro con una risa amarga y una certeza que nos hace dudar: sí, la envidia no está en escena, entonces está en nosotros. ¡Puro veneno!

Raquel / Teatro Estudio 87 / Dirección: Moisés Ballesteros

Raquel no busca deslumbrar: asume el riesgo de la verdad. En un tiempo en que el teatro parece medir su valor por su masificación, Moisés Ballesteros opta por el gesto más honesto: regresar al origen. Despoja la escena de artificios para devolvernos lo esencial, la presencia, la palabra, una puesta que todavía sostiene la teatralidad.

A partir del cuento Radicales libres de Alice Munro, el director y actor colombiano edifica una pieza que funciona como una cámara lenta del alma: donde cada palabra tiene gravedad moral y cada silencio deja una herida visible. La adaptación no se limita a trasladar una historia literaria; la transforma en un ejercicio escénico de contención y desvelo.

Ballesteros: en escena dirige y actúa, pero también deja que el texto respire y que su actriz, Isabel Olano, sostenga con dignidad esa fragilidad que no implora compasión, sino mirada. Su interpretación de Raquel, es de una precisión devastadora: una mujer que ha perdido a su esposo, sí, pero sobre todo a la versión de sí misma que existía mientras él vivía.

El montaje ocurre en un espacio real, deja de ser escenografía para convertirse en testigo, en territorio emocional donde lo doméstico se torna metafísico. Esa proximidad física entre actores y espectadores, esa sensación de estar dentro de una vida ajena, dota a la experiencia de un vértigo silencioso: mirar sin poder apartar la vista.

Nada sobra: la luz es leve, los objetos mínimos, el movimiento medido. La teatralidad aparece donde menos se espera: en una pausa, en una respiración, en el decir de una frase que no termina de decirse. No hay artificio, hay teatralidad. Y en ese pulso —discreto, firme, obstinado— Raquel revela la verdad que muchos montajes pretenciosos intentan esconder: que el drama más intenso no necesita expresar.

El director logra lo que pocos: que la adaptación conserve la voz de Munro y al mismo tiempo hable con la suya. Su teatro independiente, es de precisión filigrana, pero también de certeza en la representación.

Raquel no intenta convencer: conmueve por la pureza de su honestidad, por el riesgo contenido en su simplicidad y la fuerza de su silencio. Es, sin duda, una bofetada para el espectador, una de esas puestas que no se aplauden con entusiasmo sino con un nudo que aprieta el pecho y deja la respiración contenida.

¿Quién prendió la plancha? y ¿por qué la dejó caliente sobre la cama? / La maldita vanidad y Escena & Sistémica / Dirección: Ella Becerra

El mito griego servía para explicar el horror y Ella Becerra lo usa para exponerlo. En ¿Quién prendió la plancha? y ¿por qué la dejó caliente sobre la cama?, el Minotauro deja de ser una criatura confinada en el laberinto y se convierte en la sombra íntima del trauma.

Lo que Borges insinuó en La casa de Asterión —el monstruo que piensa, que sufre, que se sabe condenado— aquí estalla en cuerpos, memoria y género. La escena ya no busca redimir al monstruo, sino reconocerlo como parte de nosotros.

Becerra, desde la escritura y la dirección, levanta un dispositivo escénico que no ilustra: indaga. El laberinto no es una arquitectura física, sino psíquica. Las plataformas móviles que componen el espacio funcionan como la mente herida: se abren, se cierran, cambian de forma sin aviso. Cada desplazamiento revela una zona distinta del recuerdo, como si el trauma tuviera su propia lógica de movimiento. La escenografía no construye un lugar, sino un presagio.

La fragmentación del personaje central en tres actrices —María Forero, Fernanda Avendaño y Jeiny Cortés— responde a una lectura precisa de la memoria disociada. No hay continuidad, hay fractura. La infancia, la juventud y la adultez dialogan como voces que se contradicen, que se buscan sin encontrarse.

El yo se divide, se observa, se interroga: ¿quién fui cuando ocurrió lo que no puedo nombrar? Esa multiplicidad escénica convierte la obra en un cuerpo coral donde cada voz sostiene una versión de la misma herida.

El Minotauro, interpretado por Yuly Paola Pérez, deja de ser una figura externa. No acecha desde un rincón oscuro, habita adentro. Es el miedo, la violencia, la memoria encapsulada que se niega a desaparecer. Ya no hay protagonista posible: las mujeres deben entrar solas, sin hilo de Ariadna, sin promesa de salida. Lo que el mito nombró como monstruo, la puesta lo reconoce como la experiencia misma de sobrevivir.

El resultado es una pieza inquietante, profundamente contemporánea, que desmonta la épica y revela su reverso íntimo. Ella Becerra no adapta a Borges ni reescribe el mito: lo subvierte desde la experiencia femenina, desde la memoria del cuerpo. En lugar de glorificar al personaje, escucha a la víctima. En lugar de mostrar la hazaña, muestra el dolor en la escena.

En esa partitura escénica —del mito hacia la herida, del monstruo hacia la mente— reside su potencia. La puesta en escena no busca cerrar el laberinto, sino habitarlo con lucidez. Y quizás ahí está su mayor denuncia: aceptar que el monstruo no se mata, se comprende. Que el hilo no sirve para huir, sino para recordar el camino de regreso.

Tres películas prohibidas / T de teatro / Dirección: David Moncada

No es una obra sobre adolescentes mirando porno, sino sobre el terror de los adultos frente a la realidad. Lo que se proyecta en esa pantalla no son cuerpos ajenos, sino los miedos más íntimos de las madres que intentan controlar lo que no entienden.

La escena funciona como un dispositivo de exposición emocional: detrás de cada mujer hay un mecanismo de vigilancia roto, un deseo de pureza que colapsa frente a la evidencia de la vida.

La dramaturga desactiva el discurso fácil sobre la educación y coloca el dedo donde duele: en la maternidad como espacio de contradicción. Las tres madres no son personajes ejemplares, sino territorios fracturados por la culpa.

Cada una encarna un modo de la negación: la que teme perder autoridad, la que no soporta la diferencia, la que todavía cree que amar es controlar. En esa tríada se condensa el plano emocional de una época que ha convertido la vigilancia en un acto de amor y la represión en un gesto de cuidado.

El dispositivo escénico, sostenido por el director con exactitud, privilegia la palabra y el gesto antes que el artificio. No hay moraleja ni redención: sólo la incomodidad de ver cómo lo que creemos proteger se nos escapa de las manos.

Lo prohibido, finalmente, no es lo que los hijos ven, sino lo que los adultos no se atreven a nombrar por su nombre. La pornografía se convierte en una excusa para exhibir las zonas oscuras del amor maternal: la vergüenza, el control, el miedo a la diferencia.

No puedo terminar sin decir que la fuerza interpretativa de Marisol Correa, Mónica Layton y la propia Márquez, quienes logran un triángulo actoral sin fisuras, es tan humano como desgarrador.

Tres películas prohibidas se instalan en ese territorio donde la familia deja de ser refugio y se revela como escenario del trauma heredado.

Los brazos contra el cielo / Teatro Experimental Fontibón – TEF / Dirección: Raúl Cortés

Hay textos que no admiten el desvío ni el exceso, que reclaman precisión, no como gesto técnico, sino como un acto de respeto hacia la tensión que los mantiene vivos.

Los brazos contra el cielo, escrita y dirigida por Raúl Cortés, pertenece a esa estirpe: una tragedia contemporánea donde la palabra pesa, el silencio ocupa territorio y el gesto no embellece, sentencia.

La elección de esta obra —incluida en el libro de Cortés, Viejo carnaval de sombras— no podía ser más oportuna. Cortés escribe desde la intemperie del ser, desde ese territorio donde el miedo respira y la violencia social se incrusta en la conciencia como un puñal.

Dos símbolos —la gallina y la escopeta— bastan para desencadenar una tragedia sin posibilidad de redención. Pero, lo que debía ser una experiencia de contención terminó por desbordarse: la puesta en escena no acompañó al texto, lo desfiguró.

Cortés escribió sobre la fragilidad del hombre frente al poder; lo que vimos fue una versión que, en vez de dialogar con esa arquitectura moral, la desarmó. Sin embargo, algo persistió, vibrando en la oscuridad: la intuición de que el teatro, incluso cuando se mutila, no pierde su temblor, su capacidad de herir y conmover.

En la penumbra, entre los errores y los restos, quedó en pie la idea original: que el teatro, cuando se atreve a mirar el horror, sigue siendo un lugar donde todavía es posible pensar —aunque duela— el alma humana.

El vuelo de Leonor / Umbral Teatro / Dirección: Carolina Vivas

No es una obra, es un nervio. Un tejido de memorias, de cuerpos, de genealogías rotas que buscan, más que una historia, una respiración. Bajo la etiqueta de “novela escénica”, la autora emprende un vuelo que desafía la narrativa lineal y se instala en un territorio donde la maternidad deja de ser función biológica para convertirse en memoria política.

Madre biológica, madre adoptiva, madre tierra: tres rostros de un mismo desgarro. El montaje desplaza la idea de lo materno del ámbito doméstico al simbólico, del mito individual al cuerpo colectivo. No hay aquí complacencia ni sentimentalismo. Lo que la creadora propone es una toponimia escénica que invoca la historia del sometimiento femenino en Colombia —y por extensión, de América Latina— sin reducirla al panfleto ni a lugares comunes del dolor.

El uso del mapping genealógico, la danza aérea, la poesía y la música en vivo construye una experiencia sensorial más que narrativa. La escena se convierte en una especie de docuteatro, donde los fragmentos de la memoria se levantan como cuerpos suspendidos.

Esas licencias, sin embargo, también la pone al borde del vértigo: la acumulación de materiales, símbolos y capas puede disolver la tensión dramática hasta volver el vuelo incierto. A ratos la obra parece perder el hilo entre tanta belleza.

El mérito del montaje radica en su sutileza. No necesita proclamas: el patriarcado, la violencia y la devastación ambiental se filtran en los pliegues del texto, en los silencios y las fisuras. El discurso está ahí, pero no protesta. Añora.

El elenco, Carolina Vivas, Luisa Fernanda Acuña, Reina Sánchez e Ignacio Rodríguez, sostiene con precisión el tránsito entre lo testimonial y lo teatral. No interpretan personajes; encarnan voces. Lo que emerge es una coralidad que reemplaza la psicología por el gesto, la emoción por la evocación. La escena no busca representar, sino evocar los recuerdos del pasado.

El vuelo de Leonor es una puesta que exige del espectador algo que el teatro contemporáneo rara vez pide: entrega. No es una pieza que fractura, sino que se atraviesa. Su grandeza está en el riesgo, en la voluntad de escribir desde la herida y no desde la técnica.

Tal vez no todos sigan su recorrido, pero quienes lo hagan reconocerán en ese vuelo un gesto de libertad radical: el de una dramaturga que no teme perderse para reinventar la topografía de sus antepasados.

Un ocaso frente al río / Teatro Estudio 87 / Dirección: Moisés Ballesteros

Es cadencia ambigua entre la guerra y el sueño: soldados suspendidos en un paisaje selvático donde la amenaza nunca se concreta, donde el enemigo es apenas una sospecha del otro.

La idea es atractiva, pero la puesta se queda a medio camino entre la inquietud y la ilustración poética. Lo que debería ser una experiencia sobre el miedo termina volviéndose una acumulación de frases que explican el miedo.

La dramaturgia parte de una intuición lúcida —la espera como condena—, pero no consigue transformarla en un desarrollo escénico capaz de renovarse. El ritmo se desgasta y la sensación de encierro se vuelve insistente, como si el propio texto hubiera caído en la trampa que propone. El tiempo no avanza, sólo se repite.

La selva, concebida como encierro al aire libre, ofrece una imagen poderosa que la puesta apenas roza. Le falta convertir ese espacio en otro personaje, en un elemento que condicione sorpresa y tensión. El discurso, demasiado verbal, suplanta lo que debería ser experiencia física. Cuando la palabra toma el control, el cuerpo pierde su lugar.

Ballesteros dirige con pulso poético, pero su mirada resulta excesivamente discursiva. Las ideas están ahí —la muerte, la espera, la duda—, aunque subrayadas con pesadez. Falta riesgo, falta entrega a la escenificación.

El director tiene una intuición valiosa y aún le falta mucho por decir: entender que el horror puede estar en la quietud, no en la detonación. Falta dar un paso más: dejar que la teatralidad se atreva a hacer caso omiso.

El elenco Natalia Montes Guerrero, Sebastián Rodríguez, Damián Maldonado Ángel, Sergio Quevedo, Manuel Astaiza, Juan Camilo Barragán Sánchez y Andrés Felipe Acosta, cumplen en escena, pero la uniformidad emocional diluye los contrastes. Todos deliran al mismo volumen, y eso impide que el espectador descubra las grietas del miedo.

Hay un hallazgo conceptual: el enemigo invisible que respira desde el otro lado del río. Esa sombra resume el miedo contemporáneo, que ya no necesita rostro para ser real. Sin embargo, la puesta no logra sostener esa tensión más allá de la metáfora.

Un ocaso frente al río es una propuesta con una visual muy bien pensada, pero aún temerosa de su propio ocaso actoral, técnico y artístico. Su mayor virtud está en lo que insinúa; su límite, en lo que insiste en decir. El teatro, cuando explica su propio enigma, deja de serlo.

Piojo Verde / Barraca Teatro / Dirección: Daniel Galeano

Con música original de Matt Prada, es un melodrama que desobedece el lujo del musical convencional. Galeano arrastra el formato a la periferia, allí donde la melodía se convierte en testimonio y la palabra enfrenta la violencia estructural que marca cuerpos, recorridos y fronteras.

El relato de Johandrix —encarnado por David Colmenares con una humanidad que no actúa, sino que respira— condensa la tragedia del desarraigo contemporáneo: un joven trans que huye de su país en busca de un arcoiris que, al llegar, se revela ilusión. Esa travesía —hecha de desplazamiento, exclusión y deseo de pertenencia— es también la autopsia de la esperanza. El “piojo verde” del título deja de ser signo de vergüenza para volverse emblema: cicatriz, nostalgia, marca de identidad.

La dirección esquiva las trampas del musical complaciente. No hay moraleja ni enajenamiento emocional. Hay una poética de la resistencia. Cuando aparece el humor, corta; cuando estalla la emoción, no busca lágrimas, sino conciencia. Cada escena se construye desde un equilibrio casi simbiosis entre voluntad coral y perspicacia social.

La música de Prada no adorna: inspira con los personajes. Cambia de piel —de lo característico a lo contemporáneo— con la misma urgencia con que cambian los cuerpos expulsados del mundo.

El espacio escénico no limita: lesiona. Color, escenografía y teatralidad forman una textura viva, áspera, en la que la coralidad no compensa, sino que multiplica las voces, las contradice, las asfixia, como en la sociedad que retrata.

El elenco, Alejandra Lasso, Juana Mahecha, Rubén Rojas, Bencho Rojas, Óscar Castillo y el propio Galeano, sostiene la pieza con una entrega que no simula. Todos están presentes. Son parte de una maquinaria interpretativa sensible donde conviven la violencia, el amor y la rabia.

El libreto musical no moraliza. Su fuerza radica en exhibir la humanidad contradictoria de cada personaje, en mostrar que el dolor y la dignidad pueden compartir la misma existencia. La migración que plantea no es sólo geográfica: es humana, afectiva, lingüística, política.

Piojo Verde logra lo que pocas producciones actuales, se atreven: convertir el dolor social en valor estético sin traicionar su verdad. Su potencia no está en esperanzar, sino en incomodar.

En una época insensibilizada, este montaje devuelve al teatro su función más esencial: recordarnos que lo humano todavía lastima, todavía canta, todavía migra, todavía nos choquea. Y eso da rabia.

Clownti / Jabrú Teatro de Títeres (Medellín) / Dirección: Natalia Duque y Jorge Librero

Es una pieza que, tras años de recorrido internacional, conserva la vitalidad de su primera función.

No hay escenografía grandilocuente ni artificios técnicos: hay una confianza absoluta en la materia viva del teatro de títeres, en el poder de la animación y en la presencia poética de quienes con destreza lo articulan.

El espectáculo aborda temas universales —la soledad, el amor, la memoria, la amistad—, pero los enfrenta desde una sensibilidad contemporánea que evita la nostalgia o el moralismo. Lo notable de Clownti es que no busca “actualizar” los tópicos del títere tradicional, sino disolverlos en una experiencia emocional inmediata.

En lugar de repetir fórmulas sobre la ternura o la inocencia, la obra propone un juego de resonancias donde lo íntimo y lo colectivo se confunden, y donde el público infantil participa no como espectador pasivo, sino como cómplice de la invención.

La dramaturgia o, mejor dicho, la titiriturgia, se sostiene sobre un tejido de gestos mínimos y silencios que dan cuerpo a lo invisible: la pérdida, el recuerdo, la esperanza.

En manos de Libreros y Duque, los objetos no representan; existen. No son metáforas de algo, sino acontecimientos en sí mismos: cada elemento tiene vida y carácter. El ritmo es preciso, la composición sobria y la relación con el público directa, sin artificios ni sentimentalismos. Esa sencillez, que en otros contextos podría confundirse con ingenuidad, aquí se vuelve madurez escénica.

Clownti confirma que el teatro de títeres, en su forma más pura, no es un entretenimiento menor sino una persistencia del alma poética frente al vacío espectacular.

En una época donde la técnica ha desplazado a la emoción y la destreza suplanta al misterio, Jabrú rescata la dignidad del gesto artesanal: ese pequeño milagro donde una mano insufla vida a la materia inerte.

Lo que emerge, entonces, no es un simple espectáculo, sino un convivio con lo irrecuperable: la imaginación extraviada, el asombro que aún resiste y esa forma última de inocencia que sobrevive, obstinada, entre los ocasos del desencanto de la madurez.

Menciones especiales

Clandestino / Púrpura Creactivo / Dirección: William Guevara Quiroz

Vista en el X Festival Teatro Múltiple 2025, explora la frontera entre lo visible y lo oculto, convirtiendo la rareza en cercanía.

Clandestino, no es un espectáculo de fácil consumo. No busca complacer ni ofrecer certezas. Es, más bien, una invitación secreta a entrar en un territorio incómodo y fascinante, donde la ciencia ficción deja de ser relato lineal para convertirse en dispositivo de exploración psicológica.

Qué haya insistencia / Compañía de danza Una constante / Dirección: Juan Jesús Guiraldi

Propone una exploración del deseo y la resistencia desde el cuerpo.

La coreografía sostiene el gesto como afirmación vital, pero su reiteración acaba volviéndose forma más que transformación. Con un diseño sonoro y lumínico funcional y un elenco preciso, resulta un ejercicio sólido sobre la persistencia, donde el cuerpo resiste más de lo que evoluciona.

Reposiciones destacables

Nayra. La Memoria / Teatro La Candelaria / Dirección: Santiago García (+) y Patricia Ariza

Reafirma la línea poética, simbólica y política del grupo en un viaje onírico que conecta con el inconsciente y la creación colectiva.

Labio de Liebre / Teatro Petra / Dirección: Fabio Rubiano

Sigue siendo una radiografía brutal sobre la violencia, la impunidad y la memoria. Su dirección combina humor negro y denuncia sin perder potencia escénica ni rigor visual.

Nuestra señora de las nubes / Otium Teatro / Dirección: Camilo Casadiego

Dos exiliados reconstruyen un pueblo de recuerdos: el director logra una creación coral que revitaliza este clásico, expandiendo su resonancia en la memoria latinoamericana.

Distinciones necesarias

Interpretaciones

La actriz Paula Estrada brilló por su entrega emocional, dominio técnico y capacidad para transitar entre comedia y drama. Si no me creen véanla en Veneno.

Felipe Botero demostró su madurez como actor y autor, combinando hondura y humor con autenticidad en Historia de un disfraz.

Dirección

Hernando Parra reafirmó en Historia de un disfraz su solidez formal y su sentido del riesgo en la escena. Un gran acierto y no temo decir que la mejor obra del año 2025.

Dramaturgia

Carolina Vivas, Johan Velandia, Carolina Cuervo, Ella Becerra, Martha Márquez, Moisés Ballesteros y Felipe Botero Restrepo consolidaron escrituras escénicas con voz y visión propia. ¡Un gran aplauso para todas y todos!

Producción, diseño y espacio escénico

El año dejó obras de gran visual herencia estética como fueron las producciones de Historia de un disfraz, Raquel, Los brazos contra el cielo, Un ocaso frente al río, Postales de Desarraigo y ¿Quién prendió la plancha? y ¿por qué la dejó caliente sobre la cama? que expandieron los límites sensoriales del teatro y consolidaron una relación más viva entre la imagen, luz y escena.

Gestión Teatral

Carolina Vivas merece mención especial por la organización de Punto Cadeneta Punto VI – Encuentro Iberoamericano de Dramaturgia, un espacio de diálogo y pensamiento escénico que reafirma a Bogotá y Colombia como núcleo de intercambio teatral iberoamericano.

Un posible cierre

En lo que vi…

El 2025 nos confirma que la creación teatral en Bogotá sigue viva, inquisitiva y en movimiento. Las experiencias más significativas del año compartieron una voluntad de riesgo formal y una tensión constante entre lo íntimo y lo teatral.

Surgieron dramaturgias potentes —de la memoria en Historia de un disfraz y Raquel, a la lucidez corrosiva de Veneno y Tres películas prohibidas— junto a direcciones que exploraron nuevas arquitecturas de la puesta en escena, donde el diseño visual y sonoro se integró con precisión al discurso dramático.

Temas como la memoria, el género, la migración, la violencia y la familia articularon las búsquedas más relevantes, potenciando sensibilidad y pensamiento.

Sin embargo, también persistieron debilidades: dispersiones poéticas sin cierre, exceso de efectos sobre la coherencia y montajes que diluyen textos valiosos por falta de rigor técnico o una dirección clara.

La lección es evidente: la ambición creativa debe acompañarse de disciplina, precisión y economía expresiva.

Destacaron autoras y autores como Carolina Vivas, Johan Velandia, Felipe Botero, Ella Becerra, Moisés Ballesteros, Carolina Cuervo, Juan Bilis y Martha Márquez.

Intérpretes de entrega y riesgo como Paula Estrada, Isabel Olano y Jeiny Cortés; además de una gestión activa que impulsa espacios de pensamiento, como el encuentro Punto Cadeneta Punto.

También creció el trabajo en lenguajes poco explorados —títeres, música, danza, performance— que amplían repertorios y públicos. El balance es alentador: fue un año de conquistas estéticas y aprendizajes prácticos.

Aplaudir la creatividad no significa renunciar a la exigencia; el teatro que perdura es aquel que une imaginación y oficio. Que las obras corran riesgos, es signo de vitalidad; que aprendan a sostenerlos, prueba de madurez.

Agradezco a Kiosko Teatral y, a William Guevara Quiroz por la generosa invitación a participar en la dinámica Esto-vi 2025. Es un honor formar parte de esta iniciativa que, a lo largo de trece ediciones, ha mantenido viva la conversación sobre la escena y el trabajo de nuestros colegas.

Celebro este espacio de intercambio que reconoce la amplitud y el pulso del teatro colombiano, latino e iberoamericano, y me alegra poder compartir mis apreciaciones sobre algunas de las creaciones más destacadas del año.

En síntesis, esto fue lo que ofreció la escena bogotana en el 2025: un panorama inquieto, cambiante y vivo. Me quedo satisfecho con lo que vi. A todos, desde mi punto de vista, un aplauso tan fuerte como merecido.


Conozca al grupo de teatristas invitado y sus artículos que hablan de sus obras favoritas dando clic en Esto-vieron 2025.

Y postule sus artistas y montajes favoritos del año dando clic en Esto-vi 2025.

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *