Quimbaru: Esto-vi en 2025

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Director, dramaturgo, docente, guionista, productor escénico y fundador de la compañía artística Epidemia Teatro la cual cuenta con 7 años de creación teatral ininterrumpida. Ganador de la Beca de creación de corta trayectoria Bogotá Ciudad Escenario – Idartes 2025

Desde hace un par de años he llegado a la reflexión de que las personas que hacemos parte del oficio muchas veces no somos conscientes de lo que vemos en el año, nos reducimos a las obras que nos han marcado de manera irreductible que casi siempre tienen una antigüedad mayor. Sin embargo, creo que el hecho de ser espectador requiere de compromiso, requiere de un ejercicio mucho más riguroso. También requiere de darle lugar a las cosas que vemos, de ser críticos con el contexto en el que vemos las obras, de convertir el entretenimiento en una conversación más profunda, en una reflexión que nos dé una apertura clara sobre nuestro gremio, sobre cómo funciona nuestra ciudad, sobre tratar de descubrir que cosas quieren contar los artistas de una ciudad con 85 salas y con una cantidad de compañías y grupos siempre en aumento.

La intención es reconocer el oficio como un asunto de rigor, como un ritual que requiere de mucho, que nos desnuda, expone y fragiliza, que nos hace encontrarnos con zonas oscuras, sensibles y heridas que decidimos a veces como artistas convertir en algo más.

No debe ser un espacio de violencia, debe ser un espacio en el que seamos libres de pensar, de expresar y de ver como las cosas que opinamos sobre las obras que vemos trasciendan, y tal vez en un futuro se conviertan en un músculo en el que nosotros como artistas escuchemos al público, a sus impresiones, sin perder la validez del intento, del hacer, del fallar, del emprender ese viaje a veces imposible de hacer una obra y llenar la sala.

Por esa reflexión, desde hace dos años siempre que voy a una obra de teatro anoto el nombre de la obra, la fecha, las personas que la hicieron, lo que pensé de la obra, incluso lo que pensó la persona que fue conmigo a ver la obra y más que una lista, lo considero ahora como un acto de generosidad, un gesto por guardar lo efímero, por guardar los esfuerzos de otros y así poder reflexionar y tener un panorama mucho más amplio de lo que vi, de lo que me conmovió y de lo que conservé en mi cabeza después de que se haya terminado.

Por eso, esta invitación la recibí con mucho afecto y sorpresa, por darle por fin un espacio a todas esas obras que se habían quedado anotadas en mi libreta.

Antes de empezar con mi lista tuve un enfrentamiento contundente, y es que este año la mayorá de las obras que vi, ya sea por casualidad o porque tal vez sea una señal, fueron monólogos. Siempre me he considerado fanático del gran y mediano formato, siempre me conmueve ver mucho la grandeza y este 2025, me explicó de manera sutil y generosa la grandeza que hay en las cosas pequeñas, la grandeza que hay en la soledad y en ese aterrador ritual del actor de enfrentarse a su historia, a sus miedos y saltar al vacío. Por eso cómo agradecimiento a esa lección y antes de empezar la lista, quiero reconocer el trabajo de los monólogos que vi, que creo que merecen su propio espacio de conversación y su propio análisis, por eso le agradezco a los monólogos que vi este año y les doy su pequeño espacio entre estas palabras:

La ballena de Matea Cifuentes; Ella en sí de Teatro Temporal; Efímero de La casa del silencio; Lope de Aguirre de LABodega Teatro; Mírame Irene de Camilo Rincón; Atiéndame un momento de Carol Gonzales; Ver crecer una planta de Teatro de la calle 30; Cuando mayo ya no sea mayo de Sr.M; El mundo debería callarse de Sebastian Uribe Tobón.

Todas las virtudes de lo íntimo me llevan a pensar en cómo funcionamos, sobre el lugar al que decidimos mirar. Y esa creo que es la principal fuente de curiosidad que tengo en medio de esta idea de reflexionar sobre lo que vi. Porque sea al lugar que veamos, siempre nos vemos entregados a la vulnerabilidad, a la soledad que profesa el miedo y a los drásticos juegos de lo efímero.

Murmuria /Cortocinesis y Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo / Dirección: Vladimir Ilich Rodríguez Chaparro

He mantenido que Cortocinesis es una de las compañías más creativas que conozco, y Murmuria es la demostración de esa afirmación. Murmuria es un enfrentamiento silencioso a las partes más oscuras del amor. Recuerdo perfectamente, salir de la obra con una pequeña presión en el pecho, con una sensación de vacío que a medida que iba pasando el tiempo se fue haciendo cada vez más grande, como si la obra se hubiera quedado como un huésped tardío después de haber terminado. Es una obra de la que recuerdo momentos perfectos, y por ello agradezco la sutileza y contundencia de la narrativa escogida por Vladimir, que con imágenes sencillas logró hacernos viajar a momentos en los que todos hemos estado. El sofá, las conversaciones de media noche, el amarse con locura como si no existiera reparo en ello, o la ausencia, esa profunda ausencia capaz de llevarse todo y hacernos sentir frío. Fuera de tratar de ser excesivo, la obra logra con contundencia remover lo que las palabras no alcanzan a completar. Con la voz sagrada de Juanita Delgado que como ya es costumbre en sus interpretaciones musicales, nos obliga como público a revisar otros estados, a sentir ese corrientazo que entra por la columna y no te permite mirar hacia otro lado, lado en el que sus ocho intérpretes, sin temor, se exponen a los sádicos espacios del cuerpo.

Ellos denominan la obra como “un intento fallido de explicar el amor”, para lo cual es lo único en lo que estoy en desacuerdo, porque no trataron de explicarlo con palabras, simplemente, nos dejaron en la mitad de la sala con el corazón en la mano, y ¿qué más contundente para explicar el amor que sentir el corazón?

Durante el Festival Internacional de Artes Vivas 2024 después de ver a la compañía belga Peeping Tom con su díptico Diptych: The missing door and the lost room recuerdo mucho la conversación sobre el virtuosismo, sobre los cuerpos que flotan, sobre las habilidades que pensábamos imposibles y que acabábamos de ver en escena. Esa conversación se mantuvo pendiente, ya que creo fielmente que tenemos mucho que decir y creo que, Cortocinesis me hizo recordar esa conversación pendiente que tenía con el cuerpo, ya que sus ocho maravillosos intérpretes, más allá de su virtuosismo técnico el cual resulta radicalmente envidiable, trasmite, trasmite Bogotá, transmite Colombia, transmite una lectura de la visión de dirección de Vladimir en este contexto, en esta ciudad y ver y sentir esa esencia me parece una de las mayores potencias de la obra, ya que los intérpretes se aferran de manera irreparable al sadismo caliente, violento y apasionado que es el amor, sobre esta línea cálida del mundo desde la que hablamos.

Mueven el espacio como siempre el cuerpo logra hacerlo, pero en este caso el espacio se vuelve parte de ellos, parte de esa masa afectuosa que se repele, teme y se protege de las partes oscuras del amor. Entre la sencillez y sutileza de la interpretación musical de Santiago Botero, las habilidades de componer movimientos abstractos que se vuelven conmovedores de Edwin Vargas, nos llevan con sutileza y contundencia a construir una dimensión en la que el amor sólo puede ser explicado con el cuerpo, con todos los lenguajes en los que las palabras no alcanzan.

Historia de un disfraz / Teatro R101 / Dirección: Hernando Parra

Uno de los mayores riesgos de la producción siempre es querer alcanzar efectos imposibles, el que llueva, el que caiga arena, el que el piso esté lleno de tierra y ver esos enfrentamientos magnos entre la materia, entre los efectos que guardamos y que nos conmueven como imágenes inolvidables.

En este caso, el riesgo es sutil y precioso. Porque sobre los hombros de Superman nos enfrentamos a una historia que lejos de frenar el choque de un meteorito con un fuerte puño, es la posibilidad de enfrentarnos a la identidad a como en medio de la ausencia y el miedo nos aferramos a símbolos que logran definir toda nuestra vida.

Felipe Botero es uno de los dramaturgos que siempre me pone contra las cuerdas. Desde que empecé a leerlo creí que tiene agujas en los dedos, por esa habilidad de siempre ser una epidural conceptual, técnica y precisa. En la que cada una de sus palabras se van sumando, se van volviendo cada vez más magnéticas y no puedes parar de leerlas. En este caso, su superpoder dramático se ve ejecutado con maestría en una historia fluida que sólo nos deja caer, cuando ya las palabras has perdido a su interlocutor, pero en el fondo creo que siguen estando presentes.

La dirección de la obra es un juguete potente en el que Hernando Parra se convierte en el aliado que todo superhéroe tiene. Silencioso observando la batalla desde lejos, dispuesto a enviar refuerzos y a pelear desde los poderes secretos que siempre tiene bajo el mando la dirección. Fuera de entorpecer la actuación de Felipe, Parra le abre las puertas del mundo para volar y tener todos los poderes que se necesitan para una historia como esta, sincronizando el universo a esa profunda búsqueda de saber ¿quién soy?

Sobre eso hay algo precioso y es ver que la obra no apunta a los villanos, la obra apunta a esa profunda necesidad de descubrirse, de irse, de regresar convertidos en alguien más. Y ese es el punto en el que ser un superhéroe no se permite ser un artefacto de la forma, sino que por el contrario nos delata… Y nos confronta a los niños que somos, a los niños que seguimos siendo. Torpes, buscando luz en un mundo injusto.

Fuera de dejarnos sin calor en medio de un destino fatal, Superman (alias «Henry») nos abraza, nos trata de cerrar el corazón con una curita, que confieso, aún guardo en el forro de mi celular, esperando a que el mundo sea frío e injusto para usarla, y tal vez, como cuando salí de la obra, sentir calor en el corazón.

Continental / Mateo Galvis, José Luis Díaz y Juan Bilis y La maldita vanidad / Dirección: Juan Bilis

Conozco a Juan Bilis desde lo que él mismo dice “su mayor fracaso” el cual acudo a contar desde mi perspectiva. De la obra El champion, la que era en ese momento el montaje de grado de Juan de la Facultad de artes ASAB (del énfasis en dirección) yo salí convencido de que Juan sería un director contundente y desde ese momento he visto todas sus obras, salvo algunas excepciones temporales. Vi: Diciembre, Hay que matar a Treplev y El malentendido. En cada una de las obras confirmé mi sospecha inicial, Juan había diseñado un estilo salido de sus propias tripas, sus actores siempre felices y sus textos siempre de las tripas. Este síntoma se repite nuevamente en Continental, salvo con una pequeña diferencia.

Desde que conocí a Juan a punto de salir de su carrera, sentí que la desnudez de sus obras existía, pero no era tan drástica como sí lo era su dirección de actores. Siempre al salir de cada obra conservé esa sensación, que fuera de generar molestia, sólo me generaba una profunda curiosidad. Cuando fui a ver su nueva creación en el marco del festival Mirada Paralela de la Maldita Vanidad en homenaje a Tennesse Williams recordé lo que escuché de su proceso, “vamos a cocinar para empezar a montar esta obra, porque obvio el placer siempre entra por la boca”, en ese momento no le vi un sentido tan relevante y sólo lo asumí cómo anécdota, hasta que vi la obra, una orquesta sádica de placer, miedo y una lección completa de como romper un organismo narrativo desde adentro, usando la boca para sacar todas las palabras que el placer puede romper.

Desde el primer minuto, Juan y su equipo desnudaron la estructura teatral, desnudaron el ritual y lo dejaron desprolijo, expuesto, torpe, incomprendido y fue ahí, donde me encontré con la respuesta. Donde pude ver a Juan ahí, sentado, frágil junto a su artefacto de destrucción masiva que estaba tan asustado como él. Los personajes atraviesan a los actores, nos mienten, nos hacen caer en un juego tan sencillo que resulta imposible no jugarlo. Fue ahí, en ese punto en el que me descubrí expuesto, en el que me descubrí fragilizado por cada palabra que salía de la boca de Mateo y Jose.

Continental es una obra, pero también es un ritual moderno en el que el autor se autodestruye y sale invicto, sale siendo un «champion» de una pelea consigo mismo y eso, ese nivel de vulnerabilidad y de verdad no se convirtió en más que una lección de verdad para mi, como artista, me inspiró, me dislocó, me movilizó a mirar hacia adentro y no temer a la posibilidad de sangrar mientras mis palabras aparecen en escena.

Jose (alias Serpiente) y Mateo (alias Juan) con un nivel de intimidad y sencillez envidiable, usaron sus habilidades y sus defectos como arma, para hacerla detonar durante toda la obra. Se veía verdad en todo lo que era la obra y eso, aunque parezca obvio, en ocasiones es difícil de encontrar. Los actores destrozaron con tanta elegancia todos sus artefactos que al final terminaron destrozándonos a nosotros, sin darnos opción de responder, sin permitirnos rechazar un destino fatal, un golpe en el estómago y como toda buena obra, un guayabo literario que no se curaría en días y que espero que todavía no se haya logrado curar en muchos de los que estuvimos ahí.

Las brujas de Salem / Teatro Nacional / Dirección: Manuel Orjuela

Creo fielmente en el lugar de los clásicos, creo que pueden hablarnos desde el pasado, como en una especie de invocación sobre la verdad, como una oportunidad de reconocernos repetidos, transformados, pero igual de imperfectos. Las brujas de Salem, al menos en mi lista personal, hace parte de los textos maestros, de esos textos que para ser afrontados se necesita de mucha gallardía y de mucha honestidad. Es una obra que sin ningún tipo de reducción puede llegar a durar cuatro horas, incluso me atrevo a decir que más, es una obra que no te deja respirar, que te acorrala, es un texto diseñado para generar vértigo y ese es el punto o al menos la razón inicial de darle su espacio aquí, y es que personalmente fui con prevenciones, que no resulta extraño que siempre vengan de otro lugar, desde las opiniones de terceros o desde comentarios de personas que habían vivido la experiencia de hacer la misma obra. La curiosidad me venció y no fue lo único.

La dirección toma decisiones tan firmes con el texto que su reducción y sus cortes, para afrontar dos horas de montaje, no le quitan verdad a lo que pasaba. El director diseccionó la obra con un alto nivel de finura que nos permitió, a nosotros como espectadores, vivir una historia escrita por Arthur Miller en 1952, que trata sobre lo sucedido en los juicios de Salem de 1692, y generar emoción, gritos, estremecimientos, y vernos a nosotros Bogotá 2025, con los ojos abiertos esperando un destino fatal sobre algo que parecía tan distante.

Hay dos razones principales para poner esta obra en este lugar, la primera recae en esa sensación de validar el pasado, de usarlo como parte del presente, pero la segunda razón tiene que ver con su ejercito de actores. Encabezados magistralmente por Judith Segura como Elizabeth Proctor y Juan Parada como Jhon Proctor, los cuales demuestran de manera brillante el nivel de verdad y contundencia que necesitan sus personajes. Acompañados por una Paula Romero que asume con valentía el ser Abigail Williams, consagrándose como una actriz que pese a su edad tiene las herramientas y la contundencia para afrontar retos actorales de ese calibre, una Carol González que se levanta a demostrarnos que, con poco tiempo, es capaz de conmovernos. Es una obra redonda, compacta, sensible.

Y sobre la función a la que fui, quiero anotar algo. A mitad de esta, un hombre de la segunda fila se desmayó en medio de una escena actuada por Juan Parada, Judith Segura y Martina Toro. Obviamente la función se detuvo, y obviamente la conmoción del público no se hizo esperar. En momentos como esos, yo siempre decido ver a los actores, ver que pasa, ver como resuelven algo que viene desde afuera y sobre esto, una vez se retomó la función, nos hicieron olvidar ese conflicto que proviene de todo lo efímero y creo que por eso no pude olvidar la obra, por la tenacidad de continuar y conmocionarnos tanto que olvidamos todos o al menos eso creo, lo que pasó.

Canción estática para dos amantes / Independiente Lab de creación / Dirección: Felipe Hernández

Independiente Lab de creación es en mi concepto una de las compañías jóvenes que más piensa en el público, cada que he ido a una de sus obras, veo una obra creada pensando en el público, desde su creación, desde su texto, desde su dirección. Son obras que abordan lo cotidiano para hacer una lectura de sus grietas, unas profundas, otras leves, otras imposibles de evitar.

En esta ocasión, Felipe Hernández nos propone una premisa expresamente sencilla, la de dos amantes que se re encuentran después de mucho tiempo para tener una conversación difícil. Las premisas de Felipe siempre han sido sencillas y eso ha permitido siempre que el público no tarde en conectarse, Canción estática para dos amantes no es la excepción, la premisa, el espacio, hasta los personajes son claros.

Entre tanta claridad, aparece el mugre. Aparece lo que somos. Personas contradictorias y complicadas. La obra se desliza suavemente en picada sobre esa relación extraña y conocida de los amantes, en la que la dirección de la obra plantea una relación en la que el público se convierte en voyerista, en un observador morboso de una conversación privada, esa relación con el público la dirección decide afilarla y llevarla a bordes complicados, en los que por andar de chismosos terminamos en medio de esa conversación difícil, interactuando y hasta actuando, sacándonos de la oscura seguridad de la silla y cobrando el peaje de ser testigos de esta historia.

Hay una larga conversación sobre los formatos, sobre el “teatro comercial – light” y el “teatro serio”, creo que la obra de Independiente desmiente con maestría las barreras entre ambos espectros, haciendo una obra digerible que inevitablemente no le tiene miedo a volverse profunda.

Esa profundidad proviene del mugre de lo cotidiano, de ignorar las pretensiones que siempre caen en la forma, de “lo profundo” la obra se hizo en serio, se actúa en serio y nos hace reír, se entiende como un entretenimiento que en cualquier momento va a saltar a dejarnos paralizados sobre la silla en la que tampoco estamos seguros.

Las actuaciones de Tatán Doncel y Daniela Camacho resultan una mezcla sanguinaria, visceral, sádica, apenas necesaria para hablar del amor como artefacto de destrucción masiva. Los actores no le tienen miedo a jugar y caer jugando, y eso, siempre se va a rescatar.

Felipe siempre ha logrado como director demostrar un grado de limpieza envidiable, hasta para hablar de cosas sucias, mundanas y aparentemente prohibidas, esa limpieza nos instala en la falsa comodidad de la que fuimos cómplices y de la cual nos permitimos caer en las garras de su juego.

Es una obra que en mi concepto demuestra el trabajo riguroso, la constancia y la necesidad de siempre mantenerse aprendiendo de cada función, de cada obra. Era para mi imposible no poner esta obra, que se convirtió en una lección de fuerza sobre mantenerse en un sistema teatral a veces tan áspero, a veces tan lleno de mugre y tan vacío de calor.

Gorgonas / Teatro del embuste / Dirección: Matías Maldonado

Hace meses con una de mis actrices estábamos hablando del concepto de Grotowski del Actor santo, decíamos que a veces el exceso de recursos no hacía más que entorpecer y esconder al actor, esa conversación se mantuvo en varios ensayos y conversaciones casuales entre los mismos. Dio la casualidad de que el día que decidí subir al Embuste a ver Gorgonas, ella fue conmigo sin saber que la conversación sobre Grotowski re aparecería una vez saliéramos de la obra.

La obra narra la vida de dos presos capturados en la mítica isla Gorgona, la conocida “Alcatraz colombiana”, cuando lo digo pensaríamos en imaginar escenografías gigantes y un montón de artefactos. En vez de eso, sólo estaba Alexis y Danharry, expuestos, cubiertos por el público. Vulnerables, y sin herramientas más que el otro, así que la frase dicha en la obra “entramos juntos, salimos juntos” se convirtió (al menos para mí) en el sello del ritual que fue verlos en escena, entrando juntos y saliendo juntos. Construyen todo con sus cuerpos, con sus voces, con su presencia imposible de difuminar, es una obra magnética, extraña como siempre el Embuste sabe extrañar la vida de formas hermosas. Los actores, siento, dejaron todo en escena, dejaron todo sin reparo, sudando, con el corazón en la mano y con niveles de verdad que la intimidad logra rescatar. Ahora bien, es una intimidad violenta, llena de movimientos gigantes, arriesgados, en los que la coreografía de Alberto Barrios toma decisiones sádicas para un espacio escénico de 2 x 2.

Hay un detalle que quiero resaltar y es que desde el momento en el que llegó la música, que parecía una versión del soundtrack de Guardianes de la bahía (lo digo como halago) me pareció extraño, distante, raro hasta que vi como se sincronizaba paso a paso con todo, hasta el punto en el que creo que no pudo haber mejor selección musical. La música, lo concreto de la dirección de arte, no era más que el espacio de ese ritual sagrado en el que Alexis y Danharry dejaron todo, nos dejaron todo y nos demostraron que a veces lo más concreto es lo que se queda, lo que se guarda, lo más fácil de llevar y que se puede ser un santo, un actor santo, al menos de la forma en la que lo podemos ser en esta parte del mundo.

Gorgonas es una obra distinta, es una obra que nos atraviesa de manera trapera, extraña, sensible. Es una obra sencilla, creada con buen gusto, con una dirección firme y con una extraña sensibilidad, la cual cómo es de esperar con el Embuste, no da espera, no es paciente y siempre nos deja con un deseo de volver.

Cadáver exquisito / Teatro Temporal / Dirección: Pedro Miguel Rozo

No puedo ser imparcial para hablar del trabajo de Teatro Temporal, creo que al ser una perspectiva tan individual, me doy el lujo de no ser imparcial. Pedro Miguel Rozo, para mi ha sido escuela, y reconozco abiertamente que es uno de los directores y dramaturgos que más respeto de este país. Por eso estaba ansioso por ponerlo en este lugar. Cadáver exquisito es una demostración de que las cosas no siempre son una sola cosa, en este caso el dramaturgo, el director y el actor conjuntos en uno sólo, que para el bien de la trama llamaremos Pedro, nos demuestran como un artista con la necesidad de decir algo se logra quitar las barreras impuestas por la vanidad de crear, en la que muchas veces juzgamos como gremio a los pocos que escriben, dirigen y actúan. En este caso, Pedro, se expone como una persona que ama jugar, como un artista que es más veloz que los efectos y que nos cuenta lo que nos tiene que contar, de frente, sin rodeos, sin enredarnos.

De manera casi descarnada creo que todas las obras que he visto de Teatro Temporal han viajado por una ruta muy similar. Por la ruta en la que sus obras no le temen a desnudar los aparatos teatrales, no tratan de mentirnos, usan la ficción como lo que es, ficción y en ese juego sencillo, simple, sin aparatos para ocultar sus obras, siempre terminan abriendo heridas en quien las ve, siempre se convierten en una falta de aire, en un momento en el que el cuerpo se invade por sensaciones desconocidas.

Cadáver exquisito es una demostración de eso, de jugar a no exponer el clímax, a desnudar la estructura con el más alto nivel de sutileza y sencillez. Es por eso que esta obra se convierte para mí en una inspiración.

Pedro hace un documental inmersivo teatral que parte de un suceso real, en el que ficciona todas esas fisuras que todos los documentales dejan y que el teatro trata de exponer. La obra sabe explotar sus recursos, y los lleva al máximo, usando lo poco que hay de manera inteligente, necesaria, dándole un significado a las cosas, lo que a veces falta cuando tenemos mucho por explicar. La obra recorre los puntos de vista, las perspectivas, los observadores de un mismo suceso y fuera de convertirlo en un discurso dramático, se vuelve en una vorágine de frío que nos acorrala junto con su personaje a eso, a estar expuestos en medio de la oscuridad, a convertirnos en imagen, en testigos trasgredidos por la necesidad de terceros, de observar la miseria como una fuente de motivación, como una excusa para justificar la crueldad que siempre existe en la “bondad”

La obra acaba con nosotros convertidos en eso, en la carroña del voyerista, en la justificación de la bondad de otro, en el cadáver, en la justificación de todos los dramas que salen de la miseria. La obra nos da la vuelta, nos rodea, nos encarcela, nos deja ahí, pasmados… Convertidos en un objeto para observar. Y como las obras de Teatro Temporal, se convierten en una lección de sencillez, de verdad, de como encontrar la organicidad en lo sutil, y como romper la carne lentamente, tan lento que a veces cuesta descubrir que nos rompió. A veces es la promesa de una ruptura futura, de un dolor que tardará en aparecer, pero está ahí, vivo en el fondo del corazón, ahora siendo voyerista de nosotros.

Paria / Carol Aza Producciones / Dirección: Rafael Sánchez

Hay un patrón reciente en las manifestaciones teatrales de la ciudad, y es que cada vez más nos hemos ido acercando con valentía a los experimentos, a salir de las formas, a probar lo abstracto, lo conceptual y a empezar a buscar verdad en procedimientos que parecen distantes, extraños, a los que no estamos acostumbrados. En este caso, más que parte de un patrón creo que Paria es la consagración de búsquedas de su director Rafael Sánchez, el cual, incansable de los riesgos, toma un texto de August Strindberg y lo rompe en dos, para meternos en una fracturada conversación sobre la justicia. Rafael es un director voraz, siempre en sus obras acomoda los conceptos, las imágenes en una escenificación filosa, que siempre reta al espectador, y ese punto es importante de esta obra, el reto, el sacarnos de la comodidad de la linealidad y ahí, es el momento en el que nos damos cuenta de que aunque la obra tenga cientos de estímulos, la dirección los evaluó uno por uno de manera milimétrica, para convertirlos en una orquesta caótica en la cual el espectador escoge su propia ruta.

Para hablar de esta obra creo que hay que hablar de las capas que la componen y es que creo, es una obra tejida por partes, por extractos de varios materiales. La dirección musical usa una base de tango para ejercer presión en la escena y se convierte en un elemento omnisciente, narrativo, da la sensación de que hay un testigo, de que hay un observador que juzga las acciones de los actores. Esa sensación se alimenta con la idea del video y es que bastos ejemplos hay de videos en obras, pero este creo que es especial por muchas razones. La principal es que es una obra que nos ofrece una lectura no convencional de lo que pasa, nos obliga a buscar, a ver a distintas partes, nos estimula desde distintos frentes y creo que es una de sus fortalezas, que nos permite escoger lo que vemos, lo que sentimos y así mismo como recibimos la obra. El video en el Planetario (donde vi la obra) se ve gigante, magno, nos transmite esa profunda sensación de ser observados, tanto por el diseño ejecutado por Luis David Cáceres, como por el circuito cerrado que nos deja ver la cara de los actores, como si los viéramos encerrados, herméticos, como si por momentos nos convirtiéramos en la pared que es testigo de un enfrentamiento moral.

Las interpretaciones de Juan Manuel Combariza y David Fernando Osorio son viscerales, están llenas de movimiento, de juego. Son dos señores actores que juegan como niños, sin miedo, con sed de sangre. Luz Adriana Gutiérrez, fuera de estar lejos de no jugar, juega con nosotros, se vuelve concepto, se vuelve como una presencia roja que anda por el espacio, como la dueña de un juicio, siendo la única que sabe la razón y el resultado de todo. Son un tríptico actoral impecable, que con el respaldo de Carol Aza Producciones se convierte en una mezcla implacable, capaz de crear escenarios contundentes para una ciudad que cada vez necesita más riesgos.

Paria no es una obra para entender, es más que eso, es una obra que te ofrece cuantas posibilidades estés dispuesto a recibir y eso siempre vale la pena, exponerse a lo desconocido, exponerse a cosas profundas que habitan dentro de nosotros y no le hemos dado palabra, nombre o sentido y a veces, perderse es la mejor manera de descubrirnos, por eso es necesario cada tanto una obra que nos impulse a perdernos sin reparo.

Los autores materiales / La maldita vanidad / Dirección: Jorge Hugo Marín

Varios creyentes de los recursos teatrales ven en el realismo la muerte del teatro, se declara que ¿para que ver realismo si para eso está la vida? Y pues esta obra es la punta de lanza en mi argumento de porque hay que ver realismo. Los autores materiales es la versión colombiana y difuminada de La soga de Alfred Hitchcock, en la que nos convertimos en la cuarta pared de un apartamento universitario en el que tres roomies acaban de asesinar a su casero (no es un spoiler eso se sabe en los primeros minutos de la obra).

El realismo creo que desnuda al actor, y similar a lo sagrado de las búsquedas de Grotowski, en este caso, lo que vemos son un grupo de actores que sólo tienen como único refugio mantenerse en situación, mantenerse presentes en una obra diseñada como un reloj cuyo segundero solo suena cada vez más fuerte a medida que pasa cada segundo. La obra inicia tensa y fuera de dejarnos respirar desde que empieza se vuelve cada vez más peligrosa, hasta el punto de que sentimos frágil esa relación de ser público y pared.

La obra se compone por una serie de símbolos muy concretos. El pájaro, la tetera, el sartén, que se vuelven objetos o seres que están presentes en la obra para detonar, para poner más sangre en el piso. Las actuaciones me resultaron brillantes, fascinantes, y sobre los actores quiero destacar en primer lugar la difícil labor que tenía Bito Quevedo, que acompañado por la siempre atómica Mónica Giraldo, era un niño, sin textos, todo lo tenía que construir con sus gestos, con sus reacciones, con estar más presente que nunca y más al estar en desventaja y no tener palabras, que parece que fuera un problema, pero para un actor de la talla de Bito, vimos un actor libre, un actor preciso, medido, que con cada cosa que proponía se volvía magnético. Junto con la contundencia de Mónica Giraldo, que nunca decepciona, se arma toda una estructura fatal, digna de la obra.

Por otro lado, Emmanuel Restrepo, Juan Sebastián Angarita y Johann Gelvez sostienen el conflicto principal, desde que entran solo tienen una forma de salir y es hacia un destino fatal, los tres tejen su relación de personajes con sutileza y con detalle, haciendo que no podamos distraernos, que no podamos respirar. En una demostración de una dirección de actores pensada en que la obra no nos permita dejar de pensar en una sola pregunta ¿cómo van a salir de ahí? y ese juego, policiaco, en el que desde el principio tenemos todas las respuestas (y que ahí es donde está la magia de la obra) al espectador le incomodan, nos alteran, nos preocupan, nos conmocionan y creo que esa es una gran ganancia para siempre defender el realismo.

Lobo / Los animistas / Dirección: Javier Gámez

En el fondo siempre esperé el momento de poner esta obra en algún lugar y creo que este es el indicado. Lobo es una de las obras que más me he repetido, admito saberme parte de los textos, y siempre que entro al teatro a verla me siento como un niño, me siento maravillado por lo que veo. Todo eso por una simple razón, porque Los animistas construyeron un ritual moderno, un ritual sobre nosotros mismos, rescataron de entre las garras del tiempo, la idea del ritual.

La primera vez que vi la obra quedé impactado, por eso siempre la repito, buscando lo mismo y siempre que la repito, me vuelvo a sentir exactamente igual.

Lobo es una reconstrucción ritual de nuestra guerra, “la guerra pequeña”, en la que vemos una historia que siempre hemos visto en este país. Campesinos desplazados, fuerzas oscuras que ocupan todo sin reparo y las consecuencias en la mitad de todo, la muerte, la ausencia y esa profunda sensación de soledad.

Toda esa narrativa, casi permanente en nuestro país, Los animistas logran poetizarla de tal forma, que no sentimos que es la misma historia, miento, es la misma historia, salvo que con un interés muy específico. El de llevarnos a un ritual en el que el dolor se vuelve poesía, en el que la historia se convierte en algo que está diseñado para trascender.

Hablando de trascendencia quisiera destacar un recurso, el cual me parece el más completo. La danza (aunque solo haya un bailarín) el apodo que le pone Javier a Jorge Bernal (de Maldita Danza) me parece más que justo, “Su satánica majestad de la danza”, y es que una vez entra en escena, descubrimos que lo es. Todo su cuerpo entra al servicio del ritual, entra al servicio de encarnar las bestias que necesitan aparecer en historias como estas, con un cuerpo que parece traído de otro mundo.

Los animistas nunca decepcionan y ver cualquiera de sus obras es ver precisión técnica brillante. Por eso verlos es una clase de dirección, es una clase de composición y de mezclar lenguajes como danza, teatro, títeres, música y no cabe a duda la capacidad que tienen los recursos de juntarse, casi que no podemos verlos por separado o no podríamos pensarnos la obra sin el conjunto de todos ellos bailando al mismo tiempo.

Basta decir que vayan, que es una obra que se ha mantenido implacable circulando por escenarios gigantes y equipados, tanto como en plazas y barrios (lugar al que creo que pertenecen los rituales) es una obra que, aunque parezca compleja, Los animistas se han encargado de llevar a los rincones en los que la gente merece resignificar, reconstruir y por un momento volverse niños otra vez.


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