El cuerpo del actor

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Escrito por: Marco Antonio de la Parra. Psiquiatra, escritor y dramaturgo chileno. Autor de más de setenta títulos entre obras para teatro, novelas, relatos y ensayos.
Texto replicado con el permiso del autor, de la edición publicada por el Centro Latinoamericano de Creación e Investigación Teatral CELCIT, en 2011. Buenos Aires.
 
 

El grado cero del teatro.

El silencio, la oscuridad, el vacío, la inmovilidad.

La sola presencia del CUERPO del actor impone la acción.

No se mueve y sin embargo ya algo está sucediendo.

Es un milagro durante una décima segundo.

La luz que recorre su CUERPO escribe la emoción imperante.

El aliento (neffesh) sobre la materia le otorga la vida.

Anima lo inanimado.

Si se mueve, la inquietud puede ser aterradora o dulce o terrible o hermosa.

Si emite un sonido, si sencillamente gime o grita o llora o tararea, la pieza ha comenzado.

Si habla construye la segunda celda del ser humano, la palabra.

Vivimos en el cuerpo, vivimos en las palabras.

Habitamos nuestro cuerpo, sin cuerpo no estaríamos, sin palabra no seríamos.

Soy lo que digo, estoy donde está mi cuerpo.

Solo puedo hablar desde mi cuerpo y mi palabra es siempre una canción, es mi laringe vibrando en el acento de mi tierra, son mis resonadores, mis pulmones, mi diafragma.

Mi cuerpo convierte el impulso de mi cerebro en habla.

Las palabras del actor, que es un cantante, son también su cuerpo.

El movimiento del actor, que es siempre danza, termina de construir el signo.

Doble celda, cuerpo y palabra, doble liberación en el oficio del actor.

Liberar el cuerpo de su saturado cúmulo de signos inconscientes es su tarea, limpiar las palabras del ruido cotidiano y limpiar el cuerpo del lenguaje no verbal de su tribu, su casa, su casta, su identidad.

Estamos en el cuerpo, somos la palabra.

Sin palabras no somos humanos.

Sin cuerpo no somos ni estamos.

Cantantes y bailarines, nos preguntamos por qué no se nos enseña sencillamente a cantar y a bailar.

Es el momento de mayor libertad del cuerpo y del alma, si es que el alma es lo que reside en la palabra, si es que el alma existe.

El alma, eso que se va y nos deja sencillamente convertidos en un cuerpo que está, pero que ya no es.

El cadáver ya no es cuerpo, es carne que se corrompe.

No se puede actuar la muerte. Simularla mal.

El cuerpo, milagrosamente, sigue fresco y vivo.

Envejecer es todo lo que hace. Madurar y luego deteriorarse.

La palabra crece y crece mientras el cuerpo y el cerebro, que también es cuerpo, la salud como le dicen, se lo permita.

El actor mayor, como el suscrito, no puede danzar lo que la muchacha joven.

Sin embargo, en las palabras, puede hacerle el amor con el frenesí de un muchacho.

Se hace el amor con el cuerpo pero también con las palabras.

La pornografía es el encuentro de los cuerpos, mecánica ginecológica, repetición sin besos ni nombres, democracia absoluta de los encuentros, el plomero, el lechero, el cartero, la mucama, la novia con el camarero, todos imitan el coito sin conflicto: anulación de la dramaturgia.

El clímax debe ser visual o no lo es. Problemas de filmar el orgasmo femenino, siempre de actriz. Sin embargo el momento más sublime de la pornografía.

Actores en carne viva, las palabras mínimas, los nombres ausentes.

El erotismo, triunfo sobre la muerte, es el encuentro de cuerpos y almas. Las palabras, la boca, el beso, encuentran su imperio. Buscan, sin embargo el silencio del beso, el único momento en que la boca callada es feliz.

El beso, cuerpo puro, recoge y anula todas las palabras del mundo.

Los amantes acumulan palabras en el chat, en el teléfono, en la distancia.

El beso calma. Hablan con puro cuerpo. Un beso sin tocarse es más fuerte que el porno más duro. Se besa con los ojos cerrados. Nos sumergimos en el cuerpo.

No es posible reproducir ni el sexo ni la muerte en el teatro.

El beso queda falso. Hay que utilizar las palabras. El beso lo sabemos exhibido y exhibicionista, queda poco natural. Artificio, signo, señal apenas.

Vivimos habitando las palabras, esperando el silencio feliz del cuerpo.

La enfermedad es el cuerpo que se queja.

La enfermedad no permite ese silencio del cuerpo que necesita el actor para realizar su faena de vida o muerte en el escenario.

La enfermedad no deja pensar. El dolor no deja actuar. Las palabras piden ayuda. Necesitamos otro cuerpo, otras palabras.

El oficio del actor, como el del lector y el del soñante, son solitarios.

Los grupos de actores o lectores son sociedades secretas donde se permite recogerse como en un convento.

La oración si a algo se parece es al repaso de la letra.

El cuerpo del actor se recoge sobre sí mismo para desaparecer convirtiéndose en conciencia pura del personaje.

Pone su cuerpo al servicio de otro ser, aparentemente ficticio, otras palabras que no son suyas, una emoción que no le pertenece.

Construye esa actitud, ese momento, con restos de memoria, otros cuerpos, otras almas (nunca nuestro cuerpo es el mismo y está ahí la paradoja del comediante, volver a ser el mismo cuerpo de la última función, el mismo estado espiritual, cuando cambiamos segundo a segundo de cuerpo y de alma, de estados del cuerpo y del alma).

Nunca nos bañamos con el mismo cuerpo, no solamente es imposible repetir el mismo río, como dice Heráclito.

La repetición (así llaman los franceses al ensayo: repetition) es la consigna. Utilizar ese cuerpo mortal y fugaz y convertirlo en muñeco, en títere, en marioneta perfecta, inescrutable. Convertir el rostro en máscara y los movimientos en manipulación a la vista.

Si en la vida corriente actuamos para ocultar o decir la verdad, depende con quién estemos siempre jugamos entre lo cierto y lo falso, si en la vida corriente nuestra cara nos muestra pero también nos oculta y estamos siempre en un baile de máscaras y no nos extrañe que el carnaval de rostro oculto permita aflorar nuestro ser más auténtico y cruzar el umbral prohibido para ser lo que no podemos ser, el otro sexo, el muerto, el bebé, el viejo, la otra raza, el oficio imposible.

El disfraz del carnaval libera, el del actor esclaviza al servicio de la invocación espiritista del personaje.

Presto mi cuerpo a un ser que ya no me importa si es ficticio o real.

Si hago de Freud no soy Freud pero estoy en Freud y el espectador, que rinde su cuerpo en la butaca, lo abandona como en el sueño, la lectura o el psicoanálisis, todos momentos de la hipnosis, cumple su tarea aprovechando esa capacidad humana de confundir lo real con lo ficticio.

El cuerpo del espectador se abandona para que el cuerpo del actor reciba el encargo total del gesto.

En los espectáculos de actuación invisible el espectador se mueve. El espectáculo debe ser tan medido que convierte el cuerpo del espectador también en máquina de gestos sin que el espectador se percate. El cuerpo del espectador se involucra pero su mente no. Su mirada mental viene del sitio donde se lee y se sueña y se asocia libremente. Se deja hipnotizar aunque se mueva.

No se enseña hipnosis en las escuelas de teatro cuando el oficio del actor es el del hipnotizador, el mentalista.

No se enseña espiritismo aunque el actor no sea más que un médium.

El cuerpo es la fuente identitaria del hombre, dice David Le Breton, alguien que ha dedicado su vida al estudio de la corporeidad, esa condición humana de ser y estar en el cuerpo, ese es el lugar y el tiempo en que el mundo se hace carne.

El teatro, sigue Le Breton, es el laboratorio de las pasiones, y la pasión, digo yo, es la expresión feroz del alma a través del cuerpo.

Ninguna emoción que nos embargue, por negativa que sea, desde el dolor hasta la risa, deja de tener una función protectora.

El miedo nos avisa, la rabia nos advierte, la angustia es una señal de que se necesita pensar, el dolor nos permite saber que hemos metido los dedos en el enchufe antes de sentir el olor a carne quemada.

El cuerpo habla. Advierte, informa. Opera sobre la realidad, manda señales al interior del ser. El manejo de los límites del cuerpo se salva con las palabras. El pensamiento permite extender el cuerpo en las herramientas.

La tecnología es un gesto profundamente humano.

No se enseña literatura en las escuelas de teatro. No se enseña el total dominio de la palabra.

El actor debe cultivar su voz pero también el contenido de esa voz. Canta y debe saber música, pero también la letra.

La actuación, pedagogía imposible, como enseñar a soñar mejor o como la práctica del psicoanálisis o como el relato del sueño, siempre una catástrofe, es el momento más acabado de la manifestación de la corporeidad.

Y digo corporeidad y no cuerpo porque cuerpo tienen todas las especies animales como sexualidad un gran porcentaje pero erotismo y corporeidad solamente el ser humano.

Sin el cuerpo que nos da rostro, no tendríamos identidad.

El actor debe dominar su cuerpo totalmente, no para inhibirlo sino para completarlo en manifestación absoluta del ser.

Mora el ser en el lenguaje, dice Hölderlin.

La marioneta es el destino del actor, dice el mismo Hölderlin.

Para Platón como para Artaud, el cuerpo es una prisión.

Para Aristóteles, no lo dijo pero lo digo yo, el cuerpo es la unidad perfecta de tiempo, espacio y lugar.

El multicuerpo del actor, mega evento de la carne y del ser, excelso momento de la existencia y de ahí lo angustiante pero también adictivo del oficio, se pone al servicio del oficio aún más mediador entre el mundo de los vivos y los muertos del dramaturgo y la práctica de imaginación más feroz del director de escena, todos entregados al instante en que el espectador, que no tiene cuerpo ni rostro (cuánto se incomodan ambos al mirarse de frente, sobre todo el espectador pues la buena máscara actoral le restaura su cuerpo y lo saca de la hipnosis y lo mete en el sueño y se convierte en pesadilla, la ruptura de la cuarta pared lo despierta y lo sacude dejándolo en un estado de semi vigilia inquietante), ese público siempre infame que busca ser seducido y se resiste y se entrega al mismo tiempo (trabajamos como el analista sobre la resistencia y la transferencia), esa concurrencia nos permita el contacto con el mundo otro de donde viene el mensaje del autor.

Todo cuerpo al servicio del ser. Toda palabra una señal del abismo del espíritu.

Todo actor es monje, sacerdote, sacrificio corporal en pos de la mente.

Todo actor se azota penitente, se castiga con silicios, es faquir, camina sobre las brasas hasta no sentir el fuego.

Todo actor busca la santidad a través del martirio.

Por eso el actor no debe comer ni respirar más de lo necesario.

Por eso el actor debe ser austero.

La riqueza lo corrompe como a un cardenal renacentista.

La pobreza nos devuelve a ser puro cuerpo. Tan solo el entrenamiento de ese cuerpo para aprender el arte de desaparecer, el arte de morir y resucitar en escena siendo otro.

Implacable el tour de force de estar toda la obra en escena, sin intestinos que crujan ni catarro que estornude ni fiebre que maree, implacable el tour de forcé de entrar y salir de escena muchas veces, yendo y viniendo de la máscara.

Oficio de escapista el del actor. Se fuga de la prisión platónica del cuerpo, rompe con las ataduras artaudianas de la palabra siempre inútil. Busca la total libertad para perderla en la escena y solamente ser lo que no se es.

No hay peor actor que el que llora de veras, dice Huidobro.

Llorar de mentiras y llorar de verdad. Entre esas dos lágrimas está la del actor.

Lágrimas de cocodrilo y lágrimas de éxtasis místico.

No se enseñan las vidas de los santos de cualquier religión en las escuelas de teatro. Algunos entregan las bases de la meditación zen. Los menos.

El actor, religioso perdido que pasa de una fe a otra, converso permanente, tiene en su alma, todas las revelaciones místicas de la historia de la humanidad.

El teatro viene de las fiestas sagradas.

La comedia de la celebración de las bodas, la tragedia de la celebración de los funerales.

Por eso inquietan BODAS DE SANGRE o HAMLET, donde boda y tumba se encuentran.

El actor, ser corriente y profano, debe practicar el viaje hacia lo sagrado, ya sea en su vertiente carnavalesca, dantesca o sublime.

Su cuerpo es el animal sacrificado, el chivo expiatorio, danza el macho cabrío su ditirambo para luego morir en el intento.

Cuando se sale de escena se muere. Por eso el actor necesita comer o emborracharse.

Actuar en exceso destruye el espíritu.

Ir y venir de la máscara es un esfuerzo descomunal.

Ir y venir de la mística termina con la salud mental de cualquiera y no hay antidepresivo que lo impida.

Se comprende el precario equilibrio de la salud mental del actor.

Debe protegerse del esfuerzo de convocar ese instante fecundo de ser el personaje a costa o gracias a la biografía, saltando por encima de la biología, destruyendo la percepción, el registro emocional propio del momento, sin mirar al abismo saltar sobre él y dejar de ser para ser lo otro. No el otro, que ya sería bastante, sino lo otro, lo santo o lo infernal, lo ominoso o numinoso, fuera de este mundo.

No hay término medio para el actor.

Solamente le queda el sacrificio.

Por eso la calistenia se parece a la tortura.

Es la oración del cuerpo.

La danza es ceremonia, celebración de la libertad del cuerpo, de la vida.

Tensar el cuerpo al borde del dolor hasta que el dolor desaparezca sin delatar a nadie.

Luego, solamente después de ese afinamiento de músculos y tendones, la danza.

Contactarse con dioses silentes en el baile.

Resistir, esa es la tarea del actor. Dolor, pena, rabia, la propia alegría, todo afuera, afuera de la escena donde no cabe nada más que un cuerpo sintonizado en una partitura corporal y emotiva perfecta.

La palabra, encuentro de ambos hemisferios cerebrales, incendio mental, antorcha en la boca, es el instante en que cuerpo y espíritu se manifiestan en su máxima expresión.

No se puede decir cualquier cosa en un escenario.

No se puede hacer cualquier cosa en un escenario.

Todo significa, todo es sagrado, todo es tabú.

Todo es máscara.

Por eso improvisar es un arte mayor, es moverse en la superficie de la relación entre el cuerpo inerte del espectador y el cuerpo cargado del actor.

En cada función se ve el rostro de la muerte aunque se celebre la vida en el texto.

El actor muere cada noche.

El personaje resucita cada noche.

El personaje muere cada noche.

El actor resucita cada noche.

Solamente el oficio pulido del actor le impide morir de veras.

De ahí la borrachera, la droga, la perdición, lo maldito del oficio.

Al comediante no se le entierra cerca de la iglesia.

Al comediante se le entierra de espaldas a su tierra.

Qué se ha creído el actor, cruzar la barrera entre la vida y la muerte.

No se puede andar muriendo y resucitando por ahí así como así.

El actor profana lo sagrado al ir y venir del altar.

Come del pan y bebe el vino pero luego lo escupe.

No se puede embriagar en escena.

No se puede actuar ebrio.

La lucidez del actor es extrema y por eso tan dolorosa.

Su cuerpo le debe pertenecer como nunca en la vida.

Para prestarlo, para entregarlo, para ser y dejar de ser, para estar y luego dejar de estar.

Al momento del abandonar el escenario, el cuerpo del actor se asemeja al del cadáver.

Está ahí pero ya no está el personaje.

El actor es un asesino en serie. Cada noche mata al personaje para irse a casa y ser un ser corriente, un cuerpo más entre la multitud.

A veces el oficio se lo come y el glamour lo mata y el público confundido entre los paseante lo confunde con el personaje y le gritan el nombre del otro que ya no está y no se dan cuenta que es el cuerpo del otro, vale decir un cadáver, un impostor porque el personaje es más verdad que el actor en la calle, el paseante que arrastra su propia sombra contaminado de esa repetición infame donde hasta el pestañeo es signo de otredad.

“La única manera de conocer el cuerpo es viviéndolo”, dice Merleau-Ponty, “es decir, tomando por mi cuenta el drama que lo atraviesa y confundirme con él”.

“Este proceso de aprendizaje del cuerpo no se detiene jamás”, señala Le Breton. Siempre “en alguna parte de lo inacabado” en palabras de Rilke, pone en juego su existencia, aprende y desaprende y se desprende.

Es imposible egresar de la carrera de actuación.

Se está siempre aprendiendo, se está siempre conociendo y desconociendo el propio cuerpo, las palabras que cambian, el dominio del acento.

El actor es siempre un extranjero.

Mira desde afuera el lenguaje y la gestualidad de los otros.

Como al psicoanalista, le cuesta dejar su pellejo en el camerino.

Tiene que apagar la mente, el modelo mental con que trabajó el personaje o la sesión, tanto se parece la hora psicoanalítica a la función completa, para ser común y corriente y perder la noción de ese cuerpo.

El actor no puede arriesgarse a la lesión ni el accidente.

Tiene que sangrar como si fuera de verdad. Como, no de verdad.

Extravía la mente del espectador, horroriza, espanta, la ejecución real de la mutilación en escena.

Moliére muere actuando y sus compañeros lo ocultan pues la muerte como el sexo real no puede entrar al escenario.

La enseñanza de una técnica del cuerpo mezcla permanentemente el gesto y la palabra, su ejemplo y su explicación. Le Breton otra vez.

El cuerpo del maestro es el sitio de la demostración de la experiencia.

El cuerpo es la materia prima que hay que transmutar para generar un conocimiento sobre sí mismo capaz de cambiar la vida.

El cuerpo del maestro de actuación está en el máximo riesgo. Va y viene y el discípulo debe aprender ese oleaje de ser y dejar de ser, de estar y dejar de estar.

Le Breton distingue entre maestros de la verdad y maestros del sentido. Elige al segundo, desecha la cátedra aplastante del primero y prefiere el guía en el arte de la metamorfosis, el arte del hambre, el arte del viaje entre el ser y la nada.

El maestro de actuación se cansa siempre más.

De ahí que a veces se irrite o se confunda o llegue a destiempo o haga clases interminables.

Si la actuación es un oficio imposible, enseñarla no tiene modo de ser una realidad.

No se enseña el talento, apenas el dominio de esos recursos innatos.

La disciplina debe contener un sentido de vida, un ejemplo, otra vez, místico.

Se entrena el éxtasis, el ir y venir hacia la locura absoluta.

El actor debe padecer una personalidad múltiple y no enloquecer en el intento.

El maestro ni digamos a todo lo que se expone.

El teatro, dice Lee Strasberg, es la más personal de las artes; todas las otras artes se ejercen con un material objetivo; sólo el teatro utiliza la presencia viva del ser humano.

Cuando ya en la vida diaria toda percepción es interpretación (ni los colores son objetivos y dependen de la cultura cuántas palabras hay para cada color, ver nada más cuántos términos tienen los esquimales para hablar del blanco de la nieve) y mirar no es solo abrir los ojos (se ve lo que se sabe, decía Goethe), actuar es interpretar en su grado máximo.

El mejor bailarín es el que no se mueve.

Para bailar un tango, dicen, se necesitan dos.

El actor puede bailarlo solo y quieto.

Conjura al cuerpo para liberarlo y ser su dueño. Lo espera aguardando su inocente entrada al ensayo para atraparlo, liberar su esencia y manejarlo como un auriga pone la rienda a sus caballos.

Dueño del cuerpo, el actor intenta una tarea infinita.

El cuerpo siempre se fuga, se lo lleva el tiempo, la salud, el amor, el hambre. Se lo lleva la vida que es pérdida incluso en la adquisición de conocimiento, siempre algo se va a la papelera.

Cada sociedad al interior de su visión del mundo dibuja un saber singular sobre el cuerpo.

Toda cultura deviene en rito, es decir en teatro.

El teatro es liturgia, requiere fieles y sacerdotes, requiere que el sacerdote no abuse de los fieles y se aproveche de su poder hipnótico.

El analista no debe aprovecharse de la transferencia y la confusión del paciente que cree hacer el amor con su padre o su madre.

No se debe dejar amar ni dejarse matar.

El actor vive en esa cuerda floja entre lo real y lo imaginario.

Puede ser asesinado, puede ser deseado.

Muere el artista de un disparo de un admirador en el edificio Dakota en Nueva York. El ícono confunde al fan.

La fama, esa sonoridad griega del nombre del héroe que quiere llegar a ser pronunciado en alta voz por la concurrencia, es peligrosa.

El actor quiere ser un héroe. Quiere vencer en la épica cotidiana de su oficio.

El maestro de actuación debe renunciar a su propio ejemplo heroico para conducir hacia su propia máscara al discípulo.

Pero el maestro también crea una transferencia, también se ve expuesto al deseo del discípulo que es un espectador en peligro.

El maestro de actuación está en sumo riesgo de perderse en la confusión del amor y del odio de sus alumnos.

El maestro de toda disciplina debe desaparecer dejando la sensación de haber aprendido de la generosidad y del respeto.

El maestro, como el analista, sólo puede guiar desde atrás, no puede ir delante mostrando el camino. Apenas comentar lo logrado, apenas opinar, sugerir, interpretar.

Conozco maestros que no entienden la evaluación.

¿Cómo se pone nota al instante del talento?

¿Entienden todos los alumnos lo mismo?

¿Están en el mismo momento de evolución?

¿Pueden compartir el mismo curso?

¿O debería haber una sola asignatura, la única, que los reúna a todos y egresen por madurez y no por notas?

¿Cómo se enseña a perder el cuerpo y la cabeza para liberar el gesto y la palabra y luego capturarlos y domesticar los lenguajes verbal y no verbal?

El actor, ese atleta emocional según Le Breton, ejercita el músculo emotivo y trabaja voz y movimiento hacia el dominio completo y la máxima libertad para conseguir que su absoluta inmovilidad y silencio ya sea signo potente, poderoso.

Su susurro, el murmullo, el sollozo.

A veces siento que el actor nuestro grita en exceso.

Cree que debe ser escuchado.

Olvida que es él quien debe conducir al espectador a la escucha.

La delicada escucha de la función teatral donde no hay segunda toma como en el cine o en la televisión, no hay tomas falsas, un solo plano sometido a la mirada cámara del espectador que corta, funde, recuerda o olvida, corta, interpreta siempre, indómito.

En el teatro kabuki no se aplaude, se grita el nombre de la escuela a la que pertenece el actor si el espectador considera que se ha logrado la repetición perfecta de la función original, de la primera vez.

Lo original, en Oriente, es ir hacia el origen.

En Occidente, es ir hacia lo nuevo, despreciando lo antiguo.

En Oriente el autor y el actor desaparecen para convocar una primera vez anterior, desafiando el olvido.

En Occidente todo conspira contra lo viejo, intentando un nuevo registro, se traiciona al autor siempre y el actor es el verdugo, el sicario, el pistolero a sueldo, el asesino profesional.

Del texto original que muere en la escena se espera que aflore el espíritu.

Por eso en Occidente todas las funciones de teatro son sacrificios humanos.

El autor primero que todos. El actor el último.

Se entrega el corazón de la obra a los dioses si es que los hay, si es que escuchan, a ver si el silencio de Dios se conmueve.

El actor debe impedir a toda costa lo atrape la polisemia original de la corporeidad.

El mismo cuerpo es el del atleta, la modelo, el obrero, la anoréxica se parece a la desnutrida pero su sentido es otro, muy distinto.

La misma herida puede ser la del cirujano, el asesino, el suicida, el accidentado, el estigmatizado, el castigado, el delincuente que se corta huyendo de la policía, la muchacha que se corta huyendo del dolor, la flagelación del verdugo es igual a la del penitente que paga sus culpas reales o imaginarias.

El mismo salto es el del niño que juega o el suicida al vacío o el baile o el deporte o el atleta o la manifestación política o el mero intento de ver más allá del muro.

¿Qué hacer con un cuerpo tan disperso?

El sentido convierte al cuerpo en corporeidad, todo hábito del cuerpo es histórico y cultural.

El cuerpo es narrado por el movimiento.

El cuerpo narra al espíritu.

El actor hace historia, domina cultura. Sólo algunas escuelas de teatro enseñan antropología cultural, sociología, historia de la filosofía, mitologías comparadas, historia de las civilizaciones.

El actor debía ser un sabio absoluto.

Su maestro un genio de la ignorancia, que es el fruto de saber en exceso.

Mientras más sabes más preguntas tienes.

Cuando el discípulo entra en contacto con el maestro, cree que el maestro sabe.

El peor maestro es el que cree que sabe.

El buen maestro sabe que es imposible saber, que vivimos en la carencia, en la fragilidad, en la interrogante.

No entendemos a cabalidad qué hacemos aquí, por qué nos levantamos de la cama sin pegarnos un tiro al despertar, no entendemos por qué creemos en la eternidad del amor y la seguimos buscando, sabiendo empíricamente que conoceremos el despecho, algún lado de la traición, el olvido, el duelo y el desapego.

No sabemos nada a cabalidad.

Y el cuerpo actoral nos desafía a saber sin saber.

Intuir, si es que es posible, un remoto manejo de esa piel para que la luz y el maquillaje, presente o ausente, siempre está, esa máscara de nacimiento que muta con la edad y permite que hagamos de Hamlet jóvenes y de Lear o Próspero ya mayores, hagan emerger una historia que está en los orígenes de la humanidad.

Todo escritor es un lector.

Shakespeare vio teatro pero escribió lo que escribió porque leyó mucho.

El actor debería ser un lector compulsivo y voraz.

Capturar todos los registros, defenderse de las atrofias e hipertrofias del lenguaje cotidiano yendo y viniendo de clásicos a modernos y postmodernos y post postmodernos que son los que estudian latín y griego de nuevo para conocer las fuentes del conocimiento e interpretar desde la lengua muerta la posible vida aún de Antígona o Edipo.

Tanto muerto sobre la escena pone mal de ánimo.

El actor, hipócrita profesional (la hypokrisis es la interpretación de la anagnosis, la lectura, siempre los griegos, qué le vamos a hacer), debe hacer un voto de castidad y de silencio que le permita ser el libertino o el poseído, el devoto o el criminal.

Al artista del cuerpo lo tienta la carne.

Al artista mayor de la palabra lo llama la poesía pero lo tienta ser un charlatán.

Es más fácil seguir actuando en la vida real que limpiarse en la ducha del camarín, si es que el camarín tiene ducha.

Se actúa en exceso, se sube al escenario y el mal actor hace siempre lo mismo, lo aterró morir y resucitar. Actúa poniendo al personaje su personaje en lugar de abandonar su identidad por completo. Puede divertir a las audiencias ver al mismo haciendo de él mismo aunque diga los parlamentos de Otelo. Ven a Orson Welles y la función es fatal pero se divierte el público al cual le gusta el circo romano y que los leones se coman a los cristianos.

El actor sucumbe a veces a su oficio agotador. El espectador va a ver al actor y no al personaje. Esta relación perversa puede alimentar la taquilla.

A veces el actor gana fama de ser un travestido consumado, la gente va a verlo desaparecer entre bastidores y se asombra de la memoria del cuerpo y la palabra, se asombra de la magia de la aparición en vida plena de un ser o muerto falso que sin embargo diga verdades.

El buen actor es un hipócrita profesional, pero magnífico y generoso.

Renuncia a sí mismo, llega muy temprano a la función, suspende sus creencias y sus hábitos antes de la presentación, prepara su cuerpo y su memoria, se sacude de la vida porque debe interpretar otra vida.

Durante algunas horas no estará sobre la tierra, no contestará el teléfono, debe jugar (to play) con reglas implacables a ser lo que tiene que ser que es estar donde tiene que estar.

Deja este mundo, entra en otro.

El espectador, ojalá, debería cumplir el mismo rito.

Durante la función, juramentarse para desconectarse de la vigilia y entrar en un mundo más cercano a lo onírico, el mundo tal vez auténtico, el único mundo real dejando atrás eso que llamamos realidad y que es opaco, gris y que ojalá transite sin dramatismos y que ojalá lo dramático ocurra solo en el teatro y que por eso lo necesitamos, para que nos cure de la realidad de afuera y nos haga entrar en el sentido de esas catástrofes personales o colectivas recreadas en la metáfora y la belleza para nuestro alivio.

El actor es un curandero, un sanador, un terapeuta.

Entrega un servicio a la comunidad. Salva almas perdidas.

Debe cuidar intensamente la propia.

Ha sido designado con un dedo que viene de arriba, ojalá, los hay designados desde el inframundo, para cumplir una tarea de limpieza espiritual.

Si hay Dios, que los ampare.

El actor parece divertirse. Juega pero no payasea.

Y jugar es más estricto que trabajar.

Se nota cuando el actor trabaja y no juega. Es más irresponsable, más leve su compromiso, va por la paga y eso resiente la jornada.

El aplauso, en algunas culturas no existe, es un gesto de agradecimiento.

Los japoneses dan golpes de alma en el templo de sus antepasados.

El espectador occidental se levanta de su silla y aplaude y hasta grita aunque tenga el corazón en la mano.

Nada más difícil que ese sacrificio humano en que el espectador es el chivo expiatorio.

Pero, confesémoslo, ese es el truco final.

Muere el actor para que muera el espectador identificado masivamente.

Esa maestría permite al público resucitar y sacudirse de la muerte del día a día.

Termina la función como una celebración de la vida.

Como el triunfo sobre la muerte y la soledad. Sobre el tiempo (la muerte) y la soledad (el espacio)

Durante algunas horas o menos, todo ha sido belleza.

Se sublimaron los instintos más feroces, se perdonaron y comprendieron las traiciones, se pensó y se sintió, se citaron Brecht y Artaud y Stanislavski, se viajó del cuerpo hacia la mente y voz y movimiento trabajaron desde el grado cero a la plenitud máxima del teatro.

Espectador y actor regresan a la vida.

Han visitado el sendero hacia la muerte, han recorrido el Gran Teatro del Mundo, han reído y si el trabajo ha sido realmente sólido, han llorado.

El actor puede respirar hondo, regresar a su estado febril, a la calamidad del cuerpo común, a la condición carnal. Quiere beber algo que lo aturda aunque sabe que aturdirse no es lo mejor para su oficio. Pero lo necesita. La hiper lucidez cansa, como la hiperventilación puede hacer perder el conocimiento.

¿Qué aprende el actor de cada función? Que puede triunfar sobre la muerte.

Que ha venido al mundo a algo.

La función restaura el sentido.

Deprimido casi no se puede actuar. El dolor mental anula el trabajo de libertad absoluta de la actuación.

Entrenamiento del alma, entrenamiento del cuerpo.

Oficio demasiado serio.

El cuerpo humano es siempre un signo que se lee.

Es historia y el actor debe comprenderla.

Por eso el vestuario no es disfraz sino época, cultura, otro cuerpo de otro siglo.

Y la máscara es personaje, no ocultamiento.

El escenario no es un baile de máscaras.

El carnaval colinda con el teatro pero no tiene sus reglas homicidas.

Escribo desde el lecho sintiendo la música de las palabras en mi pecho.

Conozco la escena de mis piezas como la palma de mi mano.

Cuando he actuado puedo recorrer por años el territorio sin mapa.

Cuando he escrito reconozco en el actor las señas que intuía y me conmueve ver lo lejos que llegan las palabras al hacerse cuerpo.

Escribo desde hace diez años una obra imposible: el Tratado Nacional del Cuerpo.

Toda línea ha sido borrada. Debería ser una composición musical, debería ser danza cotidiana, sucesión de escenas. Me quedo con vagos bocetos, dibujos.

En el camino escribo al azar acumulando textos que no llegan a la escena. No encuentran a su actor, no dan con el momento, no quieren o no pueden.

El Tratado Nacional del Cuerpo pare escritos, piezas teatrales, esta misma clase, estas notas redactadas en un lecho acatarrado.

Con la muerte de un maestro, Andrés Pérez, partieron borradores que sólo él podía llevar a escena. Conversaciones sobre la religiosidad del cuerpo en la historia.

El cuerpo de Chile, la cueca, la cumbia, el cuerpo a tierra, el que no salta es momio, la balacera, la tortura, la mutilación, la guitarra, el puño en alto, el signo de la victoria, el corte al rape, el pelo hasta la cintura, el coito a la paraguaya, el gol de chilena, el cadáver del dictador, los cuerpos lanzados al mar con las muñecas atadas con alambre y los pies enterrados en bloques de cemento, el paso de ganso, los pantalones bajo la cintura, el sobrepeso y la anorexia, la bulimia y el bullyng, el intento de suicidio y el salto al vacío, la gesticulación del orador, el ruido de sables, el corrido y la ranchera, los desnudos del Parque Forestal, el frío del invierno, el Metro oliendo a sudor, axila, sobaco, pata, poto, la guata, el guatón Loyola, la flaca de la esquina, el chino, el negro, el huaso, el huevón y la huevona, las palabras con que Chile nombra su cuerpo, choro, ganso, hueco, gañán, bacán, mino, rica, bueno, buena, raja, pico, chucha, puta la huevada, dios nos salve, dios nos pille confesados, está quedando la cagada, y ya lo ve y ya lo ve aquí estamos otra vez, viva chile mierda.

Fraseo donde la palabra se confunde con el cuerpo, escatología del ser nacional, no puedo sino imaginar.

La obra teatral imposible.

Los documentos se funden en imágenes.

Necesito convertirlos en una experiencia al estilo del Teatro de los Sentidos de Enrique Vargas.

Busco y casi encuentro compañeros de viaje.

Siempre a punto.

Falta el tiempo y el espacio y la paciencia de buscar sin saber.

Cuerpos dispuestos a la aventura de perderse en la restauración por dolorosa que sea del cuerpo nacional.

El Cuerpo de Chile necesita un actor anómalo.

Lo tuve, murió ahogado en sus vómitos.

Decía mis textos como un poseso.

Apareció desnudo en escena tapándose mal con una página escrita los genitales, con una escopeta en la otra mano y la mirada perdida.

Y creí que era Artaud que venía a encontrarme.

Y lo perdí a Rodrigo Marquet como a Andrés Pérez, mediúms mayores, espíritus tocados por el fuego.

Y estoy solo en casa escribiendo para este mediodía de viernes confiando en que el tiempo sea benigno, la salud me acompañe y pueda encontrar algún compañero o compañera de ruta.

Y la noche se deja caer triste.

Y el cuerpo de este mal actor mayor se confunde y no distingue entre actor y personaje.

En cierta ocasión, durante solo tres funciones, fui Cervantes agonizando, intentando comunicarse con Shakespeare. De la mano de Julio Pincheira, primo en cuarto grado, la historia es larga y aquí no cabe, hasta hablé con acento castellano y sentí como agonizaba entonces mi padre.

Fui el cuerpo de mi padre.

Ahora él está muerto. Hace un año que dejó de sufrir en este mundo.

A un hermano suyo debo el vicio del teatro.

A él la medicina.

A mi madre que hoy pierde la memoria, mala cosa para un actor, la pasión por el arte.

Al francés de mi bisabuela el amor a las palabras que no entendía.

Estas líneas le hablan a ese actor necesario para un teatro que aun no sabemos escribir.

Maestro de generaciones, disfruto verlos estrenando.

Están cada vez más cerca de la pieza perfecta.

Yo me siento a ratos cada vez más lejos.

Quizás ese sea el método.

El mismo del actor.

La humildad y la serenidad, la templanza y la paciencia.

Quedarme quieto esperando el rayo del cielo.

En absoluto silencio.

One Response to El cuerpo del actor

  1. María Eugenia Redondo Melo dice:

    Maravilloso escrito. Muy alentador.

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