Por Iván Ruíz.
Actor en el grupo VB Ingeniería Teatral con ínfulas de crítico teatral. También es gestor cultural del proyecto Plansitos Bogotá.
“Cuando recordar no pueda/ ¿A dónde mi recuerdo irá?/Una cosa es el recuerdo/ y otra recordar.”
Antonio Machado
El teatro de autoficción tiene algunos ejemplos significativos. Ha sido explorado en Colombia a través de lenguajes como el monólogo (Fin de Diana Belmonte y Johan Velandia, Ella en sí de Diana Jaramillo y Pedro Miguel Rozo), el performance o el teatro post-dramático (hay que ver el provocador trabajo de ‘autoimagen’ que realiza Dubián Gallego en Polymnia, así como las irreverencias escénicas de Nadia Granados) y también apuestas en las que apenas notamos al ‘yo’ (Negro de Johan Velandia y otros más reconocibles para quienes estudiamos en la ASAB, como los trabajos de Sandro Romero Rey con su terror-gótico-tropical-teatral). Aún así, aunque cada vez más aprovechada, parece una aproximación aislada, sea por búsquedas o inclinaciones personales, más que una clara inquietud estética del teatro en la ciudad. Aún en Bogotá estamos buscando cómo safarnos de las ficciones a secas.
En la literatura, sin embargo, el estrechamiento del yo y la ficción en el último siglo ha tenido un auge implacable (Cabrera Infante, Andrés Caicedo, Bukowski), casi hasta hacer desaparecer la parte ficcional (en Colombia, Piedad Bonnet, Héctor Abad Faciolince o Carlos Framb). En la historia del teatro se nos aparecen variadas formas del «yo» como el monólogo o el soliloquio, pero estos permanecieron ausentes, podríamos decir que hasta Shakespeare, y formalmente el unipersonal absoluto sólo emergió hasta el siglo XX, mientras al tiempo las novelas estaban desarrollando este nuevo artificio ficcional, que lo diga Joyce. Todo para decir que el logro de la novela en esta camino nos da una pista del por qué Carolina Vivas Ferreira, la directora de El vuelo de Leonor, tenía la ambición de inaugurarse en la narrativa autoficcional, pero las naves del teatro volvieron a ganarle.
Concebida mentalmente como una novela, y ante la realidad hecha obra de teatro, su nueva creación aún así no deja decantarse ni por una ni por otra, e incluso me arriesgaría por una tercera: la exposición. Entre la narración y lo escénico (recordemos que Brecht concilia lo épico y lo dramático con un teatro didáctico, fragmentado, narrativo, pero El vuelo de Leonor tampoco es esto, pues la directora-actriz no fabula, más bien investiga), en cualquier caso parece separarse de los experimentos y experiencias antes mencionadas, para agregarse al repertorio de Umbral Teatro como una pieza extraña, inédita entre sus creaciones (acaso la más cercana sea el cuadro femenino a seis voces llamado La que no fue) y quizás en otros espacios de la ciudad. Incluso habría que decir que de cierto modo es inédita, en las búsquedas del grupo, abandonado el enfoque temático de la violencia, de la miseria o del arte como impotente ante la realidad social, pero sobre todo es inusual por la forma autoficcional; detrás de estas historias duras queda la intimidad de la creadora que, con el permiso de 34 años de inventivas elocuentes, se detiene en un vientre oscuro para darse a luz a sí misma, pero no sin antes introducirnos con tranquilidad y ternura en ese vientre.
La obra es un encuentro con el pasado que creo sólo se puede permitir, y tal vez sólo se pueda lograr, a través del teatro. La directora en escena, junto con otros actores, se propone ir en busca ante todo de las mujeres de su pasado; sus abuelas, tías, su niñera indígena, hasta llegar a su madre a quien nunca conoció, pero no hace pesquisas para encontrarse a sí misma, sino para poder verlas a ellas. Como la creadora es quien continúa, debe hallar un sentido a lo que ellas hicieron, de ahí que la puesta construya una genealogía de su vida, que termina despertando coordenadas hacia las abuelas, las madres, las hermanas y al enigma de otras personas que han llegado a nuestras familias a través de la adopción, la casualidad y los cuidados mutuos desde siglos atrás. Emprende este viaje a través de diálogos y videos imposibles, mapping, narración también, fotos reconstruidas, entrevistas, acordes, poemas, hipótesis, teorías, y al final se encuentra la tragedia, pero parece que a la directora el tiempo la ha librado de sus destinos.
En el camino, pues, se encuentra con sus pasados, pero no con victimismo o venganza, no en forma de queja o de reto, sino que aquello que al principio parece una conferencia, cándida y amena, de repente se vuelve un museo vivo de sus recuerdos, husmeado a través de los papeles y fotos sobre una mesa, en un recuento con lo irrecuperable, dejándole al teatro la empresa de revivir —e incluso el verbo es corto— y desembarazar misterios personales a través de apariciones imposibles… Bueno, tal vez para la vida, no para el teatro. Situaciones donde sin pesadilla habla a su padre (quien, cuando menos es curioso mencionar, interpreta el actor Ignacio Rodríguez, su esposo), chancea con su abuela o momentos en los que una mujer indígena encarna su propio misterio. Todo esto al mejor estilo del trabajo de Wim Wenders sólo que sin una cámara, atravesando lo complejo de una manera sencilla, mientras en un gesto de mano desnuda lo complejo. La obra parece no necesitar de demasiado para logar algo similar, apenas un actor caminando, una mirada y tal vez unas palabras, para crear gratas anomalías que ruborizan al que observa.
Entre otras cosas, en Umbral nunca le han huido a las marañas de la producción; al contrario, parece ser su hábitat natural, como Chaplin no le huía a los planos abiertos, o como Liv Ullman no le huía a los silencios, a Umbral le queda lo que de muchos escapan o les falla —con devoción hemos visto la serenidad con que sus obras suelen tener la rigurosa duración medida en minutos, en este caso de 1 hora y 8 minutos según el programa de mano—, pero no por espectacularidad, pues no alcanza uno a fijarse en la acrobacia, sino por un efecto extraño de la técnica que se decanta en poesía, desplaza la lógica y nos logra hacer caer en la historia. Imágenes imposibles con proyección y mapping, pequeños usos de la aborrecida IA, audios medidos, fotos editadas, coreografías sonoras y físicas, luces delicadas, fondos precisos…; en fin, que todo ello perdería el sentido —la magia es que esos elementos pasan gratamente desapercibidos ante un espectador menos quisquilloso como el que escribe— de no ser por personajes resucitados que entran, caminan —y con qué maestría a veces sólo eso hacen— y salen de escena, como apariciones de un sueño preciso e inevitable, e incluso colectivo sin pretenderlo, especie de suave ensueño como una saudade provocada.
El tema, como queda más que claro, es la mujer. Quien ha seguido a Umbral no puede no ver el desarrollo de personajes femeninos que siempre inquietan por su tragedia, por su carácter, por el enigma que es su vida o el enigma que despiertan; personajes que parecen estar en un lugar clasificado, pero tras ese precinto se les ve un poco fuera, aunque puedan o no salir. Su particularidad tensa el arco desde el que son lanzadas escapando así a los círculos de esa diana social donde deben caer. El mejor ejemplo en la obra tal vez sea María, la mujer indígena nasa, adoptada por la abuela de Carolina y que cuida de esta última como una madre en su infancia. Mujer externa, mujer como afuera de todo, quizás incluso de la misma memoria, que nos sacude con sus preguntas sin respuesta, cuyo pasado es apenas alcanzable a través de esas preguntas. Está siempre ahí, en su propia imagen, como un cuadro inaccesible, viva y lejana, pero también hay otras aproximaciones de la condición femenina.
Vemos además a la abuela, la tía, la madre, quienes más podrían despertar nuestra identificación, y ante cuyas historias podemos rendirnos y a veces por qué no reírnos con ellas, con la tranquilidad y camaradería con que la puesta nos acerca a aquella intimidad, ofreciendo el pasado de Carolina como se ofrece un tinto para calentar una visita. Decía pues, mujeres a las que su época les pide que sean algo y al mismo tiempo las expulsa, cuyos hijos son cuidados entre hermanas, abuelas, que nunca han oído alguien que exija a los hombres su lugar, no con el mismo mandato.
Así hasta llegar a Leonor, la madre de Carolina, a quien su hija nunca conoció. Fotos de ella con manchas ambiguas, videos breves, relatos, un árbol curioso en una casa antigua de la infancia, todos estos elementos sugerentes, son fragmentos que con el tiempo son piezas del retrato inconcluso, que quizás no nacieron para ser retrato de nada o de nadie. Si estas son o no las pistas que responden al misterio de la muerte joven de Leonor, Carolina no lo sabe, pero se propone encontrar la respuesta en ellas.
¿Qué puede saber Carolina que no sea a la vez una reconstrucción? Esta genealogía es a la vez una sospecha ante lo desconocido, ante lo imposible. Ella debe elegir quién es su madre a partir de lo que queda de ella. Las fotos, los documentos, las historias, todas están ahí, pero ella sólo puede hacer pesquisas de aquel rostro que se confunde y escapa, entre reminiscencias, sin nadie de una muerte que despierta de su misterio entre las manos de la hija y la artista, y cobra finalmente otro sentido en los sentidos del espectador.
Parafraseando una inquietud que tenía la escritora Clarice Lispector, la directora «crea lo que le sucedió», a su vez que crea lo que le sucedió a su madre, cuando menos interiormente. Todo el camino parece señalar que recordar es sólo otra forma de la ficción, porque lo importante tal vez es crear sentidos. Manifiesto también de que la autoficción no existe sin ficcionar recuerdos (¿ficcionar una ficción?), memorias y rastros de otras personas, para mirarlas con el ojo raro del teatro, para verlas diferentes por un instante; el teatro parece casi un embrión desde el que ella puede mirar tras el velo, opinar, hurgar, investigar su propio nacimiento, antes de todo juicio, pero en este caso al tiempo después de una vida ya vivida que no acaba de transitar el pasado (si es alguna vez que eso sucede), propio y de otras, como una cría que nace a través del vientre de recuerdos imposibles, reconstruidos, escenificados.
Aún todo esto —no os apresuréis— al espectador no se le requiere menos detective. Quienes hemos podido conocer a nuestra madre recobramos en la indagatoria de Carolina un asombro necesario. ¿Acaso quién es nuestra madre? ¿Por qué nuestra madre no cedió ante la pulsión autodestructiva? ¿Podríamos asegurar que ha tenido menos razones que Leonor? ¿Es la desesperación femenina un cordón atado y perdido que las más de las veces no encuentra un lugar donde desatarse? ¿En dónde reposan todos esos nudos ignorados? Y entonces volvemos sobre nuestros pasos, para encontrar los de ellas. No nos han faltado datos o sobrado olvido, pero nos hemos perdido en el camino. La mirada de Carolina ante una ausencia se vuelve nuestra mirada ante las/nuestras presencias.
Alguien dice que nos fue más fácil descubrir un átomo que desentrañar el corazón humano. Creo que estas modestas empresas estéticas son lo único que tenemos para cercar el continente de nuestra vida, no para conquistarlo, sino quizás para liberarlo de una venganza a veces implícita contra el pasado, llena culpas, resentimientos, reproches e incluso de nostalgias. Acaba la obra y el viaje es cuando menos una provocación para reconstruir sobre nuestra propia historia, como quien jugando vuelve a llevar los hilos de la vida de un punto a otro, así como Carolina lo ha hecho casi que inventando los hilos. No por ello tenemos menos trabajo, pero quizás una inquietud nos hace llegar a casa a detenernos por un instante ante aquel gesto extraño y antiguo, amable a su manera, con el que cualquier madre, «mamá», «mamita», desde lo profundo de una entraña intuida, pero aún desconocida, nos mira.
El experimento me parece repetir aquella visión de Borges, nada más que revertida, en la que un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo y al final encuentra su rostro; Carolina Vivas ha logrado lo contrario, y nosotros hemos coincidido en su hallazgo.