Economista con experiencia y trayectoria en la gestión cultural, en particular en las artes escénicas. Su experiencia se ha desarrollado en entidades como el Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá, la Fundación Teatro Nacional, la Facultad de Artes de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas (antes Academia Superior de Artes de Bogotá, ASAB), el Ministerio de Cultura y el proyecto Inxilio: el sendero de lágrimas, dirigido por Álvaro Restrepo (El Colegio del Cuerpo), entre otras. En la actualidad es líder del área de artes vivas y musicales de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño – FUGA.
Es notable cómo ha crecido la oferta cultural en Bogotá en las últimas dos décadas. Yo empecé a ir a teatro desde cuando terminaba el bachillerato, por allá en 1987. Más tarde, en la universidad, mis visitas a las salas de teatro de la ciudad aumentaron, entre otras, porque durante los cinco años de carrera creció y se consolidó en mí una gran necesidad de ver y hacer teatro, tal vez para escapar de un entorno al que nunca sentí que pertenecía.
Seguramente hay estadísticas, números y cantidades sobre el crecimiento del número de salas de teatro en la ciudad. Pero yo hablo desde mi memoria y mi experiencia como consumidora de esa oferta. No tengo claridad, y, probablemente, tampoco un gran interés en este momento en precisar las cifras. No obstante, creo que ese crecimiento es importante y positivo, claro. Eso habla de muchas cosas, entre ellas, del lugar que debe ocupar el arte del teatro en una sociedad, así parezca inútil y así a veces lo sea. He observado que ese fenómeno ha sucedido de manera paulatina, algunos creadores “emprendedores” no han aguantado y han tenido que cerrar, que despedirse, lamentablemente. El esfuerzo que implica tener una sala es complejo, difícil, largo y, quizás, llega a ser desgastante. Mis respetos y agradecimientos a quienes, con dedicación, osadía, persistencia, resistencia y, quizás, algo de locura han decidido y han podido continuar, a pesar de todo (y no con ello quiero decir que quienes se han visto abocados a retirarse no fueran dedicados, persistentes, resistentes y osados, y medio locos).
Lamentablemente, hoy en día no puedo ir tanto a teatro como quisiera o como fui hace un tiempo. Me ayuda el hecho de trabajar en una entidad cultural y programar uno de sus escenarios, pero no del todo. Eso mismo, con frecuencia, también me lo impide. No obstante, con todo y todo, haciendo el ejercicio al que muy amablemente me convocaron William y Kiosko Teatral, noté que, en lo que va corrido de este 2024, he logrado asistir a alrededor de 20 espectáculos. Y espero, de aquí a diciembre, cuando las carteleras comiencen a cerrarse por vacaciones de Navidad, alcanzar a acudir a unos cuantos más para mantener el amor por el teatro que comencé a cultivar seriamente cuando decidí estudiar economía, por alguna razón que aun ahora me resulta indescifrable, y que luego se volvió una necesidad, una cita con la vida y conmigo misma.
El orden de las obras que voy a mencionar a continuación no tiene nada que ver con nada, no hace referencia al orden en el que las vi o, como en algunas encuestas telefónicas, de calificar de 1 a 10 “cómo le pareció nuestro servicio o producto”. Es completamente aleatorio y casual. También quiero mencionar que todo lo que menciono a continuación sale de mi experiencia personal y por eso, con mucha frecuencia, hablo en primera persona. No soy experta ni tengo la intención de pontificar. Solo hablo de lo que me gustó, nada más.
La errante: una madre coraje / La puerta abierta y Ponte tra culture / Dirección: Gianluca Barbadori
Los monólogos son, creo, un reto tremendo para un actor. Lograr que las emociones y las palabras de uno o varios personajes lleguen al público cuando no hay más intérpretes ni interpelantes en el escenario ha de ser algo que requiere de una gran comprensión del oficio, del texto y del subtexto, y claro, de un muy buen director. Y eso sentí cuando vi La errante el par de veces que tuve la oportunidad de estar en el público. Esta Madre Coraje, adaptación del texto del dramaturgo italiano Michele Santeramo, me conmovió profundamente al mostrar a una mujer que está con su carrito de dulces con el que se busca el día a día, que ha vivido la dureza, las inclemencias y severidades de la guerra pero que mantiene la templanza y la fuerza para sobrevivir. Es una puesta en escena íntima, que interpela y hasta incomoda al espectador (o por lo menos a mí me sucedió) y que abre un espacio para la reflexión sobre la vulnerabilidad a la que nos exponen y confrontan la guerra y la violencia. Una interpretación bellísima y profunda la de Victoria Hernández, con matices, honesta y veraz, conmovedora y, de vez en vez, tierna y suave. Ella sabe usar muy bien sus recursos en la escena, su voz, sus miradas, las pausas, el cuerpo. Y esto no es porque sí, claro. No en vano, la pieza tiene detrás la mano de un director que, a mi parecer, es un hombre sensible a quien le interesa, desde los textos que escoge y las decisiones que toma en el escenario, indagar sobre los insondables misterios de la condición humana y de los turbulentos y desiguales tiempos que vivimos.
Por la misma tijera / Espectro Doméstico / Dirección: Angie Ligeia
El talento de Daniel Medina me llama la atención, es un artista muy joven a quien tengo la intención de seguirle la pista. Su escritura me parece refrescante, disparatada y divertida. Repito, refrescante, pero/y a la vez profunda y afilada. Es que humor no es antónimo de profundidad. En el par de obras que he visto de él (la otra, llamada Pastelazo a la Mona Lisa la vi en 2022) hay una frase que capturó mi atención en ambas ocasiones y es algo así como “¡yo no pedí venir a este mundo!”, así, con signos de exclamación. Tal vez la escribo como la interpreté, como entró en mi sistema. Y eso me conectó con una pregunta existencial las dos veces, ¿a qué vinimos al mundo? Y Por la misma tijera, para mí, tiene algo de eso porque habla de la relación entre un padre y un hijo, y ¿qué más determinante que la relación (o la no relación) con los padres (el padre y la madre) para la vida que construimos y que, al final, vivimos? La actuación de Bernardo García siempre va a ser para mí un feliz motivo para ir al teatro. Su capacidad de juego es peligrosa, para él mismo y para sus compañeros de escena, pero creo que es justo por eso que esta puesta en escena me gustó tanto, porque esa virtud le iba muy bien a un texto como el de Daniel, que resulta hilarante, fuerte y, a veces, confrontador. Adicionalmente, encuentro que Bernardo es un actor generoso en el escenario y en esta obra, en la que Medina además de ser el dramaturgo es también actor, esa generosidad fue evidente: la trayectoria de Bernardo es ya muy larga, lo que se suma a su disciplina y su talento, claro, pero eso no fue sinónimo ni motivo para lucimientos personales, sino todo lo contrario. Vi a dos actores comunicados en la escena, siguiendo y disfrutando el juego que plantean el texto y la dirección de Angie Ligeia; vi a un actor con muchas tablas disfrutando, como siempre, estar en el escenario sin el menor atisbo de arrogancia. Y vi a un actor joven que entró a ese mismo estatus, que, sin esfuerzos visibles, estuvo en el mismo nivel de gozo y, de oficio, enfrentando a esa bestia que puede llegar a ser Bernardo en el escenario. Aplausos para Angie Ligeia quien desde la dirección lidió con estos animales de la escena, demostrando oficio para la puesta en escena y capacidad para entrar en las profundidades del texto.
El cadáver de pensarte / Pablo Velásquez Urzola y Púrpura Creactivo / Direccion: William Guevara Quiroz
Para la adaptación de la novela de Pablo Velásquez, William Guevara decidió traer a Manuela Sáenz al presente, a la ciudad de Bogotá, a Chapinero. Y creo que ese fue un muy buen comienzo porque lo que percibí a lo largo de toda la obra, gracias por supuesto al texto, pero sin duda, también a la interpretación de Camila Valenzuela, fue que, efectivamente, ella, Manuela, no era una mujer de su época. El ímpetu que se siente en el trabajo de la actriz en el escenario debió ser intencional desde la dirección para la construcción del personaje porque ella, la Manuela de esta puesta en escena, que no debe ser la Manuelita de la que hemos oído hablar, seguramente, era así: impetuosa, apasionada, briosa. Una mujer con pensamiento propio, que se interesaba en la vida política de un país en una época en la que las mujeres no estábamos llamadas a expresarnos, ni mucho menos a divorciarnos ni a ser independientes. Y lo pongo en primera persona porque ese fue el contacto que la obra hizo conmigo. Puso frente a mí a la mujer que era Manuela, no a la amante del Libertador, a la generala, ni a la empequeñecida Manuelita a quien siempre la historia condenó a ser llamada por el diminutivo de su nombre. Con una escenografía sencilla, un gran telón de fondo y los recursos de una tremenda actriz puestos al servicio de su oficio en el escenario, la obra me invitó a ser testigo del amor ferviente que esta mujer le profesó a Simón Bolívar, de sus ideales de independencia, sus dolores en el exilio y su fuerza poderosa para ser ella misma.
La última luz / La Pingüinera / Dirección: Carlos Carvajal
La última luz es una obra necesaria, llena de capas, que habla sobre la búsqueda en el teatro, sobre la violencia, sobre el activismo político y la corrupción en Colombia, sobre la memoria. Dos actores interpretan dos personajes cada uno: Leonardo Martínez es Diego, un director de teatro, hijo de una pareja de ambientalistas asesinados, y a la vez su padre; Camila Valenzuela es la terapeuta de Diego y la madre de aquel. En el papel suena confuso, pero en la puesta en escena no lo es. Los códigos y los recursos escénicos son claros. Camila y Leonardo tienen una gran veracidad en el escenario, lo que les permite entrar y salir de un personaje para pasar al otro sin que el espectador se confunda. Las claves son sencillas: un abrigo, una cola de caballo… De hecho, toda la puesta en escena lo es: una caja de madera que hace las veces de consultorio, de casa de la pareja, de cárcel, de habitación. Y con eso es suficiente porque el uso que le dan es muy eficiente, le da versatilidad y ligereza a ese único elemento escenográfico. Asistir a la reconstrucción que hace Diego, el director de teatro, de la historia de sus padres, es volver a vivir la historia de violencia y asesinatos de este país. Es casi como acompañarlo en su dolor de niño, en los hallazgos que hace sobre las vidas de sus padres; es asistir, en la vida real y en la ficción, al peligro, la desolación y el abandono al que llegan algunas personas por defender sus ideales, a la indefensión de ese niño huérfano que, al llegar a la adultez, no sabe muy bien qué hacer con su vida. Camila, Leonardo y Carlos Carvajal (el director) tuvieron en sus manos un texto complejo (Camilo Vergara, el dramaturgo) que supieron llevar de manera muy sensible, emotiva y potente al escenario, sin caer en clichés, en victimismos ni estigmatizaciones. La última luz es una obra en la que la penumbra es permanente, obliga al espectador a sintonizar los ojos para ver. Es una invitación permanente a eso, a ver nuestra historia, a vernos, a reconocernos a través de la memoria y la posibilidad de reconstruirla.
Todos eran mis hijos / Compañía Señor M / Dirección: Manuel Orjuela
Hace poco estuve en un conversatorio escuchando a Manolo Orjuela y capturó mi atención oírle decir que una de las cosas que aprendió de su maestro Pawel Nowicki fue a preguntarse por qué quería montar una determinada obra de teatro, qué quería decir con ella al llevarla a las tablas. Ese evento no fue a propósito de esta obra pero considero que más que una lección aprendida es un punto de partida para un creador y un director que admiro profundamente. Y creo que Todos eran mis hijos es una de esas piezas teatrales que acompañan a un artista en su necesidad o impulso de decir o querer decir algo. El dilema moral y ético que plantea la obra es contundente y se revela, principalmente, en el personaje del padre, interpretado por César Mora. Con maestría, el actor le hace creer al público que tiene una familia maravillosa, una vida maravillosa, un futuro prometedor, unas relaciones maravillosas con sus vecinos, que son como familia para él. Y uno cree, que todo es perfecto, “como en el sueño americano”. Solo que uno sabe que no está ahí, viendo una obra de Manolo Orjuela, para que le cuenten una historia sobre la vida perfecta de nadie. Y la cortina comienza a correrse para darle paso a una historia de mentiras, corrupción y avaricia sobre la que se ha construido toda esa “perfección”. Es en unos ritmos lentos, en esas escenas en las que no pasa mucho pero pasa todo, en esas pausas cuidadosas y poderosamente tejidas entre los actores en el escenario, que uno empieza a entender que hay algo que va a despedazar ese castillo de naipes. En toda esa construcción está una actriz de talla mayor, Patricia Tamayo. En esta ocasión, trae a una mujer que parece ser el centro moral de la obra y uno de los personajes que más se transforma a lo largo de la pieza. Su interpretación de una esposa y madre sumisa, casi enclenque, pasa también por una mujer que guarda el secreto de la imperfección: ella sabe que su esposo vendió unas partes de avión defectuosas lo que provocó la muerte de 21 pilotos, entre ellos, supuestamente, su hijo mayor, Larry. Con gran dolor, esta mujer se resiste a aceptar la muerte de Larry porque hacerlo significa admitir que su esposo es moralmente culpable de esa tragedia. Lo que Arthur Miller escribió sobre la sociedad estadounidense de la posguerra, a finales de la década de los cuarenta, Orjuela lo transportó a la nuestra, a este país que aún no termina de pasar la página de la violencia, la guerra y sus efectos y consecuencias.
Segismundos / Compañía Señor M, Mapas Fest Canarias y Teatro Julio Mario Santo Domingo / Dirección: Manuel Orjuela
Creo que fue por azar que el día que fui a ver esta obra llegué con mucho tiempo de anticipación, que es raro y difícil cuando uno va a ver una obra al Teatro Julio Mario Santo Domingo. Cuando uno de los acomodadores nos preguntó a qué espectáculo íbamos y le contestamos que a Segismundos, nos preguntó si queríamos asistir a un conversatorio con el director, que acababa de iniciar. Por supuesto, dijimos que sí. Y fue una casualidad muy afortunada, porque en ese rato Manuel habló sobre varias cosas, entre ellas, sobre la importancia de revisitar los clásicos y sobre cómo el teatro es una manera de descubrir lo que hay detrás de las palabras. Cosas simples pero contundentes. Yo no he leído La vida es sueño y debo decir, a manera de información mas no de confesión, que no conozco tampoco la fábula, aunque he visto un par de puestas en escena. Sin embargo, al empezar a ver la pieza lo que me llegó fue el eco de la palabra revisitar: muy pronto me quedó claro que, como dijo también Orjuela en la conversación, su obra no es la de Calderón de la Barca, su intención no era montar ese clásico del teatro. Podría creer entonces que fue un pretexto para hablar de otras cosas: del sueño y de su propio no-sueño (el insomnio), de lo onírico y lo incomprensible e indescifrable de los sueños, de la migración, de la bebida. No lo sé, pero sin entender mucho, eso fue lo que vi y disfruté. Y no me preocupó no entender porque “los sueños sueños son”. Disfruté de la composición de las imágenes, de esas camas de hospital móviles de varios pisos por las que los personajes parecían volar, de las luces y el humo como narradores de un mundo extraño, por momentos distópico. Disfruté, también, de cómo los actores entregaban la palabra al público: algunos en un verso pulido, como en el caso del actor español de 80 años, Jose Luis Madariaga, que en el conversatorio contó que se aprendió los versos de Segismundo desde los 14 años y que desde siempre había esperado interpretar ese personaje (hasta que le llegó su momento), y otros sin reparar en la métrica, pero permitiendo que la palabra llegara y cumpliera su misión en el espectador, como en el caso de Patricia Tamayo, la Segismundo alcohólica que permanentemente sueña que recayó y volvió a beber. Los Segismundos de esta obra (un actor, una mujer alcohólica y un migrante) están atrapados, cada uno en su propia torre. No sé si la del director cuando pensó en hacer esta adaptación era el insomnio. Todos tendremos la nuestra, el país también. El mundo. No sé si entendí algo o si me perdí por completo, pero la verdad, eso no me pareció ni me parece importante. Admiro y respeto el trabajo de Manolo Orjuela, me conmueven su seriedad, su honestidad y su cabeza. Y esta vez no fue la excepción.
Historia de un disfraz / Teatro R101 / Dirección: Hernando Parra
De esta obra me enteré un poco por casualidad. No tenía idea de que estaba en cartelera, pero cuando supe que era con Felipe Botero y que tenía tiempo disponible para verla, no lo dudé ni un minuto. Y, por supuesto, fue una maravilla no habérmela perdido porque, creo, tuvo una temporada corta. Es la historia de Henry Bautista, un hombre que se cree un superhéroe, un súper man. Con una dramaturgia que pasa por el humor, el drama y la tragedia y unos recursos escénicos muy sencillos, Felipe y todo el equipo creativo construyen un universo de un ser humano que nunca parece encontrar su lugar en el mundo. Es un colombiano equis que vive las afugias de un padre que lo abandona, una madre que lo cree su propiedad privada, un país que vive la avalancha de un volcán en la que mueren miles de personas, la toma de la sede del poder judicial por parte de un grupo guerrillero (edificio que luego es re-tomado por el ejército), la migración, la pobreza, el amor, el desamor, todo eso y más, creyéndose un personaje de ficción con superpoderes. Ahora, mientras escribo, acabo de recordar una frase de Roberto Gómez Bolaños en la que, refiriéndose a su personaje de El Chapulín Colorado, dice que él era un verdadero superhéroe porque superó el miedo. Tal vez Henry Bautista también. Solo que muchas cosas le salieron mal, hasta su propia muerte no le funcionó. Pero con todo y miedo, lo intentó. ¡Es que él intentó de todo! Y ese material está en el cuerpo y en la interpretación de Felipe: nos deja ver a un hombre frágil, con un disfraz de músculos de trapo, debilucho, medio tonto a veces, que transita su vida pretendiendo ser lo contrario a punta de creerse o querer ser otro. Y así, el actor nos va contando la historia de este perdedor a prueba de todo acierto y nos convence (o por lo menos a mí me pasó) de que ahí hay una gran humanidad, que de pronto, en alguna parte, todos tenemos algo de fracasados sin remedio porque ni sabemos qué es el éxito, todos tenemos algo de abandono en el fondo, todos hemos sido motivo de burla y sarcasmo. O algunos. Henry Bautista puede ser un personaje más libre de lo que nosotros suponemos, de lo que Felipe y Hernando Parra creyeron. Más libre que nosotros y que todos. Los dioses de Kriptón los protegieron y los acompañaron.
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