Fragmentos de un diario del año de la peste

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(A propósito de El último suspiro de Daniel Quebrada)

Por: Sandro Romero Rey

Foto: Juan Antonio Monsalve

Concomitancias I

Al mediodía del viernes 13 de marzo de 2020 se estrenó, en el Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias, el documental titulado Balada para niños muertos del realizador caleño Jorge Navas. Ya había una incómoda sensación de pánico en el ambiente y el Teatro Adolfo Mejía acogió a muy pocos espectadores. En el largometraje se contaba la aventura del escritor suicida Andrés Caicedo, en 1973, tratando de vender en Hollywood un par de guiones de terror. Había mucha expectativa, no solo por la historia de la película, sino porque al FICCI iría, como invitado especial, el productor estadounidense Roger Corman, de 94 años, a quien Caicedo buscó infructuosamente para ofrecerle sus historias. La película se proyectó con entusiasmo, pero los espectadores mirábamos, cada cierto tiempo, dónde quedaba la salida de emergencia. Antes de que terminase Balada par niños muertos, todos los asistentes ya sabíamos que el festival se había cancelado y que Roger Corman nunca iba a llegar. Había que salir, lo más pronto posible, de regreso a casa. Poco tiempo después, se decretó el confinamiento en Cartagena, en Bogotá, en Colombia, en Dinamarca, en el mundo entero. Un mes más tarde, los Rolling Stones publicaron una canción apocalíptica titulada “Living in a Ghost Town”, donde la felicidad parecía encapsulada en un sentimiento de desastre. En medio de la desazón suprema, los restaurantes, los hoteles, los bares, las salas de cine, los teatros, cerraron sus puertas.

Por aquellos días comenzó mi amistad creativa con la actriz, pedagoga y ahora directora Sofía Monsalve. Escribo desde mi punto de vista, pero detrás de estas líneas hay una experiencia teatral que se gestó durante los meses del encierro de la cual solo podremos medir sus resultados cuando pase el tiempo de la peste. Quienes trabajamos en el mundo de las artes del espectáculo y de su enseñanza comenzábamos la insólita tarea de darle respiración boca a boca a nuestro oficio inventándonos, sobre la marcha, un híbrido en el que la presencialidad fuese remplazada por una virtualidad amable. Para solo citar un ejemplo personal: en el Programa de Artes Escénicas de la Facultad de Artes-ASAB de la Universidad Distrital, donde he oficiado como coordinador desde hace varios años, 340 estudiantes y casi 50 profesores mantuvimos las clases desde la incomodidad de nuestras casas y logramos sacar 26 montajes para el ciberespacio, sin contar muestras, clases de danza o expresión corporal, tratando de enfrentar la claustrofobia de manera creativa. En ese paisaje sin horizonte, comencé a conversar de teatro con Sofía. La había conocido muchos años atrás, cuando oficiaba como integrante de El puente de los vientos, un proyecto artístico y pedagógico de aliento internacional, creado por la actriz danesa Iben Nagel Rasmussen. Había seguido su pista al saber que era la actriz más joven del Odin Teatret, la agrupación dirigida por Eugenio Barba desde 1964, la cual había marcado el destino de buena parte de mi generación escénica. En el año 2016, “filmé” a Sofía por primera vez para el documental que yo realizaba sobre los 50 años del Teatro La Candelaria. Fui testigo de su presencia en la obra Las grandes ciudades bajo la luna y, sobre todo, de su rol extraordinario en La vida crónica, puesta en escena con la que se despidió del Odin y regresó a Colombia, para continuar la labor iniciada por su padre, el actor, dramaturgo y director Juan Monsalve, en el Teatro de la Memoria.

Durante el tiempo de su regreso perdí la pista de su amistad, pero la veía como espectadora aquí y allá. Supe de sus experiencias pedagógicas y seguí con curiosidad sus montajes de regreso: Candyland e Hija de… dirigidos por la creadora argentina Ana Woolf, así como Por la ciudad corre el rumor de un río. Para recuperar nuestros encuentros, fui testigo de la presentación que hizo con su padre en una demostración a partir de grandes tradiciones escénicas, en el marco del evento denominado La flor del actor del año 2018. En un cruce de caminos que nunca abolirá el azar volvimos a conversar. Cuando comenzó la pandemia me contó de su proyecto creativo con cuatro jóvenes estudiantes de teatro donde, de alguna manera, el hilo conductor era la figura de un poeta que se suicidaba. Ella sabía de mi actividad como compilador de la obra póstuma de Andrés Caicedo y tomó nota de mis historias. Cada cierto tiempo tenía reportes de su aventura. Sofía se negaba a abandonar su trabajo y abogaba por un teatro de la presencia, a pesar de que el mundo le cerraba la puerta en las narices. Conocedora atenta del ciberespacio, continuó su trabajo con sus actores a través de la ventana de su computador. Gracias a sus convicciones inquebrantables mantuvo el equipo activo y, poco a poco, la idea de El último suspiro de Daniel Quebrada fue volviéndose real. La verdad, yo no le daba mucho tiempo a esa obstinada terquedad por lo imposible. Pero, una vez más, la constancia vence lo que la dicha no alcanza.

Huis-clos

Nuestra conversación fue creciendo hasta convertirse en una amistad necesaria. Con la extraña inteligencia que solo da la vocación extrema, Sofía supo involucrarme en su proyecto sin que yo me diera cuenta. Todos nuestros encuentros, los presenciales y los virtuales, terminaron girando en torno a sus creaciones. Recuerdo muy bien el primer día en el que asistí a un ensayo de su creación, con tapabocas, sin zapatos, oliendo a alcohol y a amoníaco, tratando de entender, en el espacio Adra Casa Corporal, de qué se trataba su acertijo. Debo admitir que el gran legado de la antropología teatral y de la pre-expresividad había llegado a mí desde el patio de butacas antes que en el fuego de la escena. No había sido amigo de sus padres y mi corazón latía en distintas praderas, donde la vocación monástica del Odin formaba tan solo una parte de mis pasiones. Pero la entrega, el entusiasmo, el rigor, la alegría, la travesura y el tufillo de alto riesgo que Sofía le imprimía a su trabajo terminó contagiándome. Como siempre me ha sucedido, me expreso mucho mejor por escrito que en las conversaciones. Así que mis opiniones le llegaron de una manera más fluida por correo electrónico, antes que en las discusiones con su equipo de trabajo. De allí, a escribir algunos poemas para la obra no hubo sino un paso. En su grupo, todos brillaban por un entusiasmo juvenil que me recordaba mis primeros impulsos escénicos atrás, muy atrás, en la ciudad de Cali de los años setenta, cuando mi mundo apenas se estaba inventando. Los tres actores (Daniel Briceño, Felipe Cristancho, Daniel Francisco Villamizar) y las dos atentas mujeres que los observaban (Sofía Monsalve y la asistente Laura Monroy) me devolvieron la película y me recordaron, una vez más, cómo se podía articular la reflexión sobre la muerte desde el punto de vista de la representación, al igual que la idea de la masculinidad, el psicoanálisis o incluso las fracturas del amor. A mí, en la caverna de mis entusiasmos me obsesionaba la reflexión sobre el suicidio. El “personaje” Daniel Quebrada estaba interpretado por los tres actores, todos interesados en la poesía, la filosofía y, sobre todo, en las posibilidades extremas del cuerpo como herramienta expresiva. Desde una lectura mecánica, los tres materializaban el Yo, el Superyo y el Ello del poeta protagonista pero, a mi modo de ver, dicho detonante era tan solo un pretexto para sumergirse en planetas más temibles. Sofía estaba muy segura de sus principios y nadaba sin problemas en los territorios de la teoría y de los mecanismos técnicos para modelar los cuerpos de sus intérpretes. Pero, en el fondo, su principal interés era abstracto, impreciso, tratando de arriesgarse con lo prohibido. Ella sabía sumergirse en el mar donde se acaba el aire y comienzan las exigencias del delirio. Había que tener muy bien puestos los principios en la cabeza para que, durante diez meses, todos los días, toreando al coronavirus como aquel que se lanza al vacío con un paracaídas nuevo, el equipo se mantuviera en una suerte de hipnosis colectiva, aferrándose a Sofía para mantenerse vivos en medio de la bruma.

En esos días sucedieron tres acontecimientos significativos en mi relación profesional con Sofía: primero, comencé a escribir algunos poemas para/de Daniel Quebrada, por petición de su directora. Casi al mismo tiempo, le propuse que me dejase seguir el proceso para la realización de un documental sobre la creación de su obra y, ante todo, para dejar un testimonio de qué representaba poner en escena una experiencia artística colectiva, de contacto físico y espiritual, en medio de una pandemia. Y tercero, le dije que me dejara ser el primer lector de sus memorias. “No las he escrito”, se defendió. “Por eso mismo. Ya es hora de que empieces”, le dije en silencio. “Pero si apenas tengo treinta años”, contratacó. “Exacto. Es el momento de hacerlo”, la convencí. “En primer lugar, en Colombia, son muy pocos los habitantes de los escenarios que escriben acerca de su oficio y, en segundo lugar, las memorias las escriben los viejos, cuando ya no se acuerdan de nada. Es mejor empezar ya, cuando las ideas están frescas y el entusiasmo estalla”. No voy a extenderme sobre sus memorias porque no es el tema central de estos recuerdos. Ya llegará el día. Por lo pronto, mi entusiasmo y mi expectativa giran en torno a la gesta de Daniel Quebrada.

El director colombiano radicado en Suiza, Omar Porras, me decía que cualquiera que se dedique al teatro vivirá en un año lo que cualquier persona vive en cinco. En estos diez meses he pensado mucho en su frase. Estuve en el proceso de creación de El último suspiro de Daniel Quebrada hasta donde su directora me lo permitió. Pero pude ser testigo de la intensidad de su viaje. Ella necesitaba correr el riesgo a su manera y mis comentarios, como los de todos, los recibía con beneficio de inventario. Necesitaba equivocarse o dar en el blanco sin interrupciones. Con el paso de los días, nuestro trabajo fue, ante todo, epistolar. No solo por las limitaciones del confinamiento sino porque mi presencia era necesaria en momentos puntuales, cuando el documental necesitaba registrar momentos específicos o cuando los fragmentos poéticos, como los tracks de una fiesta espiritual, necesitaban colarse en el universo de la puesta en escena. Debo confesar que las razones iniciales por las cuales me involucré en Daniel Quebrada fueron cambiando. Cuando leí el primer borrador del proyecto me entusiasmé porque todo el asunto empezaba con un detonante definitivo: el pistoletazo en el corazón de su protagonista. Si una obra comienza en el clímax (o, mejor, en su desenlace), de allí en adelante, ¿qué puede seguir? Yo tenía mis dudas, que se las iba manifestando con cautela a su directora. Hasta que una noche triunfal, Sofía llamó a contarme que se habían ganado una Beca de Creación del Ministerio de Cultura de Colombia. En ese momento, las preguntas se fueron al traste. Había que empezar a generar respuestas, porque la obra, sí o sí, debería llegar a buen final. La estructura de Daniel Quebrada se mantuvo firme. Ella misma aprendió a defenderse con sus propios argumentos. Lo que sucedió, de allí en adelante, es lo propio de cualquier puesta en escena: todo está en beneficio de su enriquecimiento. Hubo momentos de dudas y otros de afianzamiento de certezas. El tono de nuestras conversaciones fue cambiando y, de un diálogo a dos voces fue convirtiéndose en un coro donde todos deberíamos ponernos de acuerdo para caminar en un solo sentido.

Registros

La idea del documental surgió, no solo por mi interés acerca de “cómo guardar el teatro”, sino por razones mucho más pragmáticas. Al ganarse un premio con el Ministerio de Cultura, había que mostrar resultados y, si los teatros estaban cerrados, lo mejor sería tener un soporte audiovisual de muy buena calidad, el cual respondiera por cualquier duda que se presentase al final del camino. Sin embargo, Sofía siempre insistió en que la obra debería presentarse en un teatro, así fuera solo para cinco espectadores. Yo estaba de acuerdo pero, fiel a mi prudente escepticismo, insistía en que mantuviéramos la idea de un “tecnovivio” estratégico. En realidad, no tuve que insistir mucho: Sofía sabe muy bien el valor del registro de las experiencias teatrales, toda vez que trabajó en el archivo del Odin Teatret y conocía, de primera mano, las películas sagradas de Torgeir Wethal, el actor noruego que filmó la historia del grupo desde sus inicios. Así que no hubo mayores problemas para que la cámara de su primo estuviera siempre registrando los momentos significativos del proceso. Por lo demás, la obra tendría videos en escena, recurso que siempre me produjo curiosidad, toda vez que, en la experiencia del Odin, no existe la presencia de imágenes grabadas al interior de sus montajes. Pero Sofía necesitaba desmarcarse de sus orígenes y encontrar otros impulsos. Ella es una espectadora atenta del cine y su curiosidad trasciende los límites de las horas de ensayo.

Aquí debo abrir un nuevo paréntesis que para mí fue muy importante. En algún momento, consideramos la idea de crear un proyecto paralelo y, entusiasmados por la figura de una mujer que cuenta historias (debo confesar que siempre me encantó oírla hablar de sus viajes por Dinamarca e Italia, por Polonia y China, por Bali y Francia) decidimos grabar un largo poema que escribí y que denominé Sherezade, el cual presentamos, en versión sonora, dentro del marco del Festival de Teatro Alternativo 2020 y luego registramos en imágenes, junto al joven director Lugo Bles, para ser estrenado en el XXIX Festival de Mujeres en Escena por la Paz. Sherezade tiene su vida propia y, en lo que a mí respecta, dialoga en silencio con las imágenes de El último suspiro… del Teatro de la Memoria. Pero volvamos a Daniel Quebrada. Cierro el paréntesis.

Concomitancias II (Finale)

El fin del 2020 comenzó en noviembre. Cansados del encierro, Bogotá fue abriendo sus puertas y con ellas, poco a poco, sus teatros. En mi caso, me dejé convencer para restrenar un monólogo de mi autoría (Bathory: vigilia de sangre) en la sala Seki Sano de la Corporación Colombiana de Teatro, con la actriz Myra Patiño, bajo la dirección del citado Lugo Bles. Dos semanas de temporada con veinte espectadores por función. Ya era algo. En ese mismo escenario, entre el 2 y el 5 de diciembre, se hizo la temporada que Sofía y su equipo habían soñado desde un principio. Tres semanas antes, en compañía del editor Theo Esguerra (hermano de la directora), le dimos cuerpo a los registros visuales de Juan Antonio Monsalve para armar el documental definitivo sobre la historia de la puesta en escena: desde la gestación del proyecto, salpicándolo con el entorno de las tensiones sociales que se vivían en Bogotá al inicio del año fatal, pasando por los encierros obligados, la estructura de la pieza, la prehistoria de Sofía, los videos de la obra, la música incidental y las vicisitudes hasta llegar al estreno.

El 2020 ha terminado. En los noticieros se anuncia que, en el Reino Unido, comenzarán a aplicarse las primeras vacunas para detener la pandemia del coronavirus. Hay escepticismo general. Pareciera que el mundo se hubiese acostumbrado al confinamiento y se llenase de terror ante la idea de regresar a una libertad ilimitada. En Bogotá, los grupos de teatro comienzan a estrenar sus montajes represados (Mamá Medea, La triste vida de Joaquín Florido, Omisión, Fin, No estoy sola, 4 gatos mapas negros…) y a hacerse la gran pregunta: ¿cómo recuperaremos al público? El Festival Internacional de Cine de Cali se llevó a cabo, de manera virtual presentando, como película inaugural, Balada par niños muertos de Jorge Navas. Todos a una, estamos en esta inmensa catarata de coincidencias, donde nos acostumbramos a que el destino juega con nuestros azares, a veces de manera cruel, a veces con inmensa ternura.

El último suspiro de Daniel Quebrada se estrenó sin sobresaltos, desafiando al destino. Ha sido una experiencia enorme, la cual trato de registrar en estas breves líneas rindiéndole homenajes a los tercos responsables de una tradición que lucha a brazo partido por no dejarse vencer. Un detalle adicional: pocos meses antes del estreno de su obra, Sofía fue a una exposición retrospectiva del pintor Luis Caballero y vio allí la imagen que sintetizaría sus esfuerzos. Gracias a la complicidad de Beatriz Caballero, hermana del desaparecido maestro, Sofía consiguió los derechos para que uno de los inmensos Sin título del artista bogotano sirviese para redondear sus esfuerzos. El círculo se ha ido cerrando y la burbuja de la creación ha sido remplazada por las expectativas de la realidad.

El tiempo pasó como siempre sucede en estos casos: a una velocidad distinta a la de los ritmos del mundo. Hoy, escribo después de los dos ensayos generales con público y de dos presentaciones simbólicas con un número limitado de espectadores, en la Sala Seki Sano de la Corporación Colombiana de Teatro. Estamos en el mes de diciembre y los balances se confunden con el entusiasmo y la tristeza de una obra, en apariencia, concluida. Las tareas se cumplieron pero El último suspiro de Daniel Quebrada tiene la necesidad de un segundo aliento que, no lo sabemos, vendrá con las dinámicas del 2021. Por lo pronto, hecho la película de las evocaciones hacia atrás y recuerdo cómo fui descubriendo al equipo que construyó esta experiencia sui géneris: una tras-escena femenina donde estaba su directora de arte (Melissa Villegas), su creadora del vestuario (Luisa Toro), su iluminadora (Giulia Ducci), su asistente en entrenamiento vocal y cantante (Valentina Blando). Y, con ellas, lo que yo denominaba “el monsalvato”, firmes guerreros de la creación que apoyaban sin chistar las órdenes amables de Sofía: su padre, Juan, quien hace una aparición como ajedrecista bergmaniano al inicio de la obra, en compañía del pequeño Joaquín Urquijo. Con ellos, su primo Juan Antonio Monsalve, encargado del seguimiento con cámara a todo el proceso, punto de partida para la realización del documental que también llega a su fin. Juan Sebastián Monsalve, el responsable de la música original del proyecto. Y, con ellos, Theo Esguerra, encargado de todos los asuntos virtuales (programa, edición de video, diseños) “montajista” de El ensayo ha terminado, título con el que denominamos el documental sobre la presente aventura. Poco a poco, la obra ha generado reflexiones entre sus primeros espectadores. Y su configuración inicial varía. Las obras de teatro, como los libros, como las películas, como las coreografías, como las composiciones musicales, cobran su propia vida una vez que salen a la luz. Se vuelven distintas. Participan de otros procesos y de otras circunstancias. He querido, por mi parte, dejar aquí consignado una parte de mis recuerdos de unos meses extraordinarios en los que, sin El último suspiro de Daniel Quebrada, sin la docencia, la escritura, el cine, los libros, la complicidad amable, el encierro tierno y las pesadillas comprensivas, la vida hubiera sido imposible.

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