Por: Enrique Pulecio
Crítico teatral y profesor de cine y teatro
Tomado de la Revista Teatros Teatros # 18 – Marzo/Mayo 2012- Página 4-7
Aristóteles denominó “carácter” al personaje y lo redujo a la condición de su acción. Una cierta línea de la dramaturgia clásica mantiene aún ese concepto: el personaje es lo que hace. Sabemos que es una fórmula que simplifica y reduce el espesor de un carácter a sus acciones que por sí mismas nada explican en términos psicológicos. Llamamos personaje en sentido clásico, a todos aquellos caracteres que les han dado vida a individuos posibles creados por un autor que expresen la condición humana en sus múltiples manifestaciones, desde la antigüedad hasta nuestros días. El personaje ha tenido momentos gloriosos con los grandes dramaturgos, épocas de opacidad y de tránsito, también de impugnación y negación como en la actual. Pero ha sobrevivido y muy probablemente sólo morirá cuando el hombre desaparezca de la tierra.
Han sido muchos sus avatares. En cada cultura y en cada época encontramos una manifestación y una encarnación del mismo concepto. Una historia y una antropología del personaje darían cuenta de sus múltiples transformaciones. El teatro comenzó, precisamente, en el momento en que sobre la escena pasó de uno a dos el número de los actores, es decir con el diálogo de los personajes. Desde entonces no ha dejado de encarnar al espíritu humano en su más amplia y demente variedad. Y es que su condición es esa: la de representar a la humanidad sin límites ni distinciones morales, sociales, intelectuales o psicológicos.
Para muchos es la razón de ser del drama. Para otros sin él no hay teatro. No obstante su aparente obviedad, Pavis afirma que es la noción que “presenta las mayores dificultades teóricas”. La primera que señala se refiere a su etimología, ya que el personaje deriva de la persona que es máscara. Del actor que interpreta sobre el escenario se pasa al personaje mediante “una inversión”, ya que según este autor el personaje va a identificarse cada vez más con el actor que lo encarna y cuya culminación se encuentra en el gran actor del romanticismo europeo, una especie de héroe. Después vendrá una cierta racionalización en torno al concepto, debida tanto al Renacimiento italiano como al clasicismo y el iluminismo francés.
Así surgen las definiciones generales del carácter desde el punto de vista moral y psicológico, dando lugar a los tipos, propiedades más universales que individuales. Sólo después de los siglos XVIII y XIX con el nacimiento y ascenso de la burguesía, el personaje cobra sus derechos individuales. Representa hombres particulares, y con las ciencias sociales su definición es una necesaria consecuencia del medio. En el siglo XX, con las obras dramáticas de Samuel Beckett, da un giro inesperado con el que se inicia cierta tendencia hacia su disolución actual. Los estructuralistas intentaron dar un nuevo giro al concepto, cuando lo sacrificaron en nombre de una nueva teoría, la del actante que lo sobrepasa. En esta noción, el personaje no es necesariamente un individuo, puede encarnar una fuerza social, moral o psicológica. La evolución del término puede entenderse, casi gráficamente, a través de las siguientes identidades elaboradas por Patrice Pavis en su Diccionario del teatro:
De lo Particular a lo General:
Individuo – Hamlet
Carácter – El misántropo
Actor – El Enamorado
Rol – El Celoso
Tipo – El Soldado
Estereotipo – El criado pícaro
Alegoría – La muerte
Arquetipo – El principio del placer
Actante – Búsqueda de un beneficio
En términos generales, por no decir escolares, el personaje clásico encarna a un ser de ficción de existencia posible y, dependiendo del tipo y género de la obra, una de sus reglas de oro ha de ser la verosimilitud, ya que se trata de crear la ilusión de realidad gracias a un cierto número de elementos con los cuales el personaje se construye. En la definición del personaje clásico, Lajos Egri recomienda definir aspectos relacionados con tres condiciones básicas: lo fisiológico, lo sociológico y lo psicológico. Según Egri dentro de la primera categoría el autor debe definir el sexo, la edad, las características físicas, los defectos y herencia.
Para el aspecto sociológico menciona la clase social, el tipo de ocupación, educación, vida de hogar, coeficiente intelectual, religión, raza, nacionalidad, posición que desarrolla en la comunidad, filiación política, pasatiempos y manías.
En cuanto a las características psicológicas, Egri enuncia las siguientes: vida sexual, normas morales, premisa personal, ambición, contratiempos, primeros desengaños, temperamento, actitud hacia la vida, complejos, extrovertido, introvertido, facultades, cualidades.
Es claro que este programa con sus clasificaciones, hoy bastante anticuadas, están orientadas hacia el estudiante o el futuro dramaturgo antes que pretenda definir de una manera teórica una fenomenología del personaje. Son elementos referenciales y atributivos de utilidad primaria para la escritura dramática. Como quiera que sea se trata, por esquemática que se ofrezca su elaboración, de la necesidad de dar a conocer individuos que nos expliquen sus relaciones consigo mismos, con el mundo y con los demás de una forma coherente, con las particularidades de su carácter, pero advierte, preservando las zonas oscuras y de misterio propias de todos los seres humanos.
Por otra parte uno de los principios rectores en la identificación de un personaje sobre la escena, se atribuye a la unidad con que ha sido construido, lo que no significa que no posea contradicciones o que no incurra en actos imprevisibles. Siguiendo la misma lógica expositiva debemos señalar que el personaje clásico siempre ha poseído ciertas características formales que funcionan como propias dentro de su mundo. Así el sistema del personaje se deriva de las relaciones que establece con otros personajes, el papel que desempeña dentro de la acción que desarrolla la obra y las oposiciones que establece con los demás, lo que da lugar a su posible dialéctica que puede prolongarse en su propio carácter binario, o “una intersección de propiedades contradictorias”, como las llama Pavis.
Cuando Brecht enuncia su principio del “extrañamiento” está desdoblando el personaje “binario” en dos: el personaje representado y el actor que lo representa, cuyo inmediato efecto es la imposibilidad de que el espectador se identifique con la totalidad o con una de las partes. De aquí a que al brechtiano se le llame teatro “no-aristotélico”, en su neutralización del proceso de identificación que lo ha de llevar a la catarsis. Pero como escribe el autor del Diccionario del teatro, no se trata de la abolición del personaje, sino de su redefinición. Por otra parte una de las funciones capitales de los personajes es la articulación de valores, los propios del dramaturgo que los expresa consciente o inconscientemente, valores declarados en tres niveles: psicológicos, simbólicos, míticos o filosóficos.
Un esbozo como éste sobre algunas formulaciones acerca del personaje clásico no estaría completo si omitiéramos su contraparte y su razón de ser: el público. Desde el nacimiento del teatro, con la formulación de Aristóteles acerca de la catarsis que el teatro debe provocar en el público por acción de la identificación del espectador con el sufrimiento del héroe, a la que ya hemos aludido, el personaje existe a partir de un espectador que lo observa y en quien se va a reflejar su condición trágica. Así el personaje es un “otro yo” en potencia que permite la proyección de los deseos o de los temores profundos del espectador. También suele decirse que el personaje es “un espejo” que permite al público comprender mejor los mecanismos del alma humana. Así los personajes ayudan a la sociedad a comprender verdades psicológicas no siempre bien comprendidas, lo mismo que aspectos morales, los gustos diversos, convenciones y transformaciones de cada época.