Por Liliana Alzate Cuervo / Actriz, dramaturga, crítica teatral, autora de los libros El teatro femenino: una dramaturgia fronteriza y ¿Cuál es su problema fundamental. Diálogos con Santiago García
Obra: Negro / Dramaturgia y dirección de Johan Velandia de La Congregación Teatro
Función: Teatro La Candelaria, Bogotá D.C., 5 de agosto de 2024
En el marco del taller de Crítica teatral de Vivian Martínez (Cuba) durante el Encuentro de Dramaturgia Punto Cadeneta Punto. Organizado por Carolina Vivas y su Umbral Teatro.
En el Teatro La Candelaria de Bogotá, el pasado 5 de agosto de 2024 fue el último día de temporada de Negro, la más reciente producción de la compañía independiente La Congregación Teatro, dirigida por Johan Velandia. Desde su fundación en 2006, esta compañía ha demostrado un interés constante en temas actuales de relevancia social, política y cultural.
Negro es una propuesta teatral concebida para tres actores con una puesta en escena de pequeño formato. Al entrar al teatro, nos recibe un escenario minimalista donde el color blanco reluce intensamente en la caja negra, creando un contraste que deslumbra. El espacio escénico está dispuesto con dos filas laterales dentro del escenario, divididas por un extenso tapete blanco que se extiende hacia la trasescena. Tanto allí como en la platea se ubica el público, lo que sugiere un ambiente íntimo que literalmente hará contacto directo con nosotros en el viaje escénico que estamos a punto de iniciar.
En la obra, “Futuro es un niño de ocho años que, sorpresivamente, descubre la existencia de su medio hermano afrodescendiente de cinco años, llamado Silencio. Ambos deben compartir la cama, la habitación, los recuerdos y su corta vida. El descubrimiento mutuo, las diferencias, el temor al padre y la exposición de sus más íntimas fragilidades en un entorno humilde y familiar los empujarán a ocultar sus más oscuros secretos en las profundas heridas de la infancia. Silencio huye de la casa de Futuro en busca de su madre, pero, con tan mala suerte, se pierde en el centro de la ciudad, en el corazón de un país, en el epicentro de un mundo oscuro, cruel y doloroso.” (Texto del programa de mano).
Los actores William Hurtado, Emmanuel Restrepo y Cristian Ruiz transitan un delicado y riesgoso lugar de enunciación a nivel actoral: hacer creíble la mirada inocente y cruel de la niñez. No obstante, es a través de un detallado y cuidadoso trabajo con el gesto, la voz y sus corporalidades que la narración se vuelve verosímil.
El relato expone de manera cruda y despiadada una realidad innegable en Colombia. A medida que la obra avanza, los actores involucran al público en algunas de sus acciones: nos convertimos en cómplices, en un bus, en una habitación, en una calle, en una casa de acogida, en el negocio de la trata infantil o en la casa de cartón de un vecino. Los actores interpelan al público desde su imaginario infantil; a través de sus ojos, vemos un mundo de horror, de silencio cómplice, de miseria humana e insensibilidad ante la crueldad de la discriminación y el abandono de la inocencia.
En la propuesta dramatúrgica, el espectador atento atraviesa un proceso que, entre giros de humor, le expone la discriminación constante presente en el lenguaje coloquial. Nos vamos diluyendo en los personajes que transitan de víctimas a victimarios.
La obra compromete a la audiencia con la historia de sus protagonistas mientras relatan, a destiempo, los sucesos de sus vidas. Se crea un convivium entre la escena y la platea que enfrenta al público con situaciones infames tanto sociales como cotidianas. De repente, todos somos la madre de Silencio y Futuro, todos somos los protagonistas de la historia, ya sea por omisión o complicidad. Tal vez porque en algún rincón de nuestra memoria también habitamos ese lugar impreciso de la identidad asignada al nacer, ya sea por incomodidad con nuestro color de piel, estrato social o simplemente por ser diferentes.
En el centro del escenario, una mesa larga oculta una tina que se descubre a medida que avanza la obra, convirtiéndose en un techo, un podio, un bus. Nos sumergimos en una cadena de signos corporales, lenguajes expresivos, sonidos y música que acompañan cada situación planteada. De pronto, la habitación de los dos niños se llena de agua, y con ellos buceamos en sus penosos recuerdos. Esta metáfora del agua como abismo entre la vida y la muerte, de la supervivencia, nos revela las violencias escondidas de la infancia. La inundación simboliza el hundimiento de la humanidad: un acuario roto, una caída sin fin hacia un pozo oscuro.
Los juegos de elipsis temporales se repiten durante el acontecimiento escénico, transportándonos a un mundo en blanco y negro. Los tres actores, en el movimiento de sus cuerpos, se convierten en uno solo y en muchos más. No es una danza propiamente dicha ni una coreografía, sino una partitura escénica contenida en la acción dramática: el abismo, el ahogo de la sociedad sobre el individuo, la inocencia vulnerada, la falta de amor y la ausencia de empatía hacia la diferencia.
Los que hemos seguido la trayectoria de este joven autor-director, Johan Velandia, encontramos patrones y convenciones que se reiteran en su propuesta escénica y textual. Velandia ha diseñado una impronta con temas críticos juzgados por la sociedad, en los que recurre a hechos atroces y recientes de nuestra historia. Lo vemos en Solo me acuerdo de eso, sobre la muerte de Dylan Cruz, en el terrible crimen y violación de la niña indígena de siete años Yuliana Samboní en Omisión, en Camargo, donde actúa Velandia, la vida del asesino serial Daniel Camargo Barbosa, uno de los más aterradores de Latinoamérica, o en otras obras Rojo y Fin, que se centran en injusticias sociales como el desplazamiento forzado, las fronteras invisibles y la discriminación contra la comunidad LGBTIQ+, o el racismo endógeno.
En cada una de sus obras, la repetición de la crueldad se desnuda en escena, como si nos preguntara: ¿por qué el horror es aceptado y normalizado en nuestra sociedad? Se establece una suerte de lo que Rita Segato llama contra pedagogías (1) las cuales permiten visualizar caminos alternativos capaces de rescatar una sensibilidad y un vínculo que puedan oponerse a las presiones de la época. “Una de las claves del cambio será hablar entre todos de la victimización de los hombres por el mandato de masculinidad y por la nefasta estructura corporativa de la fraternidad masculina” (Segato, 2022)
Así, comienza a delinearse una estética particular en el grupo La Congregación. Esto se manifiesta en los tipos de actuación, las partituras escénicas y el uso de voces no oficiales, donde la textualidad juega con el pasado para narrar la fábula central, dinamizando la mirada del espectador. Hoy en día, esta compañía ha conseguido atraer a un público distinto al que suele frecuentar las carteleras teatrales independientes, generando conciencia sobre la necesidad de una apreciación escénica más diversa.
Si bien la dramaturgia de las obras de La Congregación es polémica, pues pone el foco sin pudor en lugares y voces que incomodan a una sociedad pacata que históricamente ha preferido esconder la historia oscura del poder o desentenderse de contar esas historias, la obra Negro enfrenta desde las tablas el grado de descomposición de nuestra sociedad. Nos muestra la cotidianidad de las grandes ciudades con bajos niveles de empatía ante índices obscenos de pornografía infantil, abuso, violencia de género, feminicidios, indolencia, sevicia, cosificación femenina, entre otros.
La apuesta poética de la compañía recorre sutilmente a hechos reales extraídos de las noticias, generando diálogos con la audiencia sobre el odio, la violencia y la oscura naturaleza humana. Además, transita entre el teatro testimonial y el juego de la autoficción. Surge entonces la pregunta: ¿qué tipo de teatralidad persigue el autor desde la escena que la crónica sensacionalista omite?
En Negro, no se esconden los vínculos personales ni los secretos más profundos, específicamente, utiliza la narrativa y las voces masculinas anónimas, representadas por actores reconocidos, para explorar y exponer las injusticias del patriarcado. Al hacerlo, se pone de manifiesto la rigidez de un sistema que no permite la diversidad ni acepta matices más allá de lo binario (blanco y negro), forzando a todas las personas, sin distinción de género, a conformarse a sus reglas.
La complejidad de la obra se destaca por su capacidad para aceptar y confrontar la herencia de los padres, especialmente en relación con la carga de la masculinidad impuesta. Es interesante que la obra no solo expone esta carga, sino que también profundiza en la urgente necesidad de transformarla, a través de un proceso escénico que involucra tanto el cuerpo del actor como las emociones más profundas y vulnerables, arraigadas en la infancia.
La fluctuación entre humor, crueldad y el dolor de la inocencia abandonada añade una capa de riqueza emocional que conecta con el espectador de manera inesperada y poderosa. Además, su «dispositivo escénico» permite una transición poética del horror, utilizando diversos recursos escénicos (movimiento, voz, iluminación, etc.) para transformar la brutalidad y el dolor en una experiencia estéticamente compleja y emotiva.
Sin embargo, en la escena final, los protagonistas ya adultos aceptan y trascienden su pasado común, creando un espacio idílico como ejemplo de resiliencia en medio de tanta indiferencia. Este giro final hacia la esperanza de la reconciliación puede parecer forzado, pero me atrevo a afirmar que es una necesidad apremiante del autor: poner luz en la posibilidad de cicatrizar las heridas y agregar otros colores a tanta crueldad contenida y normalizada, al menos en la ficción teatral, para avanzar hacia un cambio de mentalidad que reconozca otras masculinidades.
La obra plantea interrogantes sobre su búsqueda inclusiva, ya que en su urgencia por abarcar un espectro más amplio, no aparecen otras identidades diversas de lo masculino que también deconstruyen la masculinidad impuesta.
De todos modos, el acontecimiento escénico es esperanzador y se agradece ver a jóvenes creadores que hoy luchan contra el patriarcado desde el teatro. No lo hacen ya por las mujeres ni para ser quienes las liberen de las violencias del orden binario, sino por ellos mismos, para sanar los mandatos de la masculinidad impuesta y comenzar a cicatrizar sus propias violencias, acalladas durante siglos con evidentes consecuencias nefastas para todos como sociedad.
Por último, quisiera dejar la pregunta que escuché y que parece resonar entre algunos espectadores de las obras de La Congregación: ¿hasta dónde debe mostrarse la verdad del documento noticioso de la historia reciente y cómo se poetiza de manera equilibrada, desde la escena, una ficción que elimine los prejuicios?
Desde la Ciudad de la luna, Chia. Agosto 2024
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