Por Marco Antonio de la Parra.
Psiquiatra, escritor y dramaturgo chileno, miembro de la Academia de Bellas Artes.
Teatro de cordilleras
Hacer teatro ya es en sí la lucha contra lo efímero, lo casual convertido a veces en causal, la epifanía del encuentro entre la escena y el público.
En nuestro continente cultural, con esta lengua que se trastoca cada tres cuadras al borde del dialecto y un paisaje tan diverso, los personajes son múltiples y las situaciones ancestrales. Más cercanos a la leyenda que al realismo, nuestro teatro lucha denodadamente por tener identidad sólida sin percatarse que su consistencia vaporosa está llena de gestos definitivos y fundacionales que van cambiando según recorramos el mapa.
El teatro latinoamericano es una nave de los locos. Porfiados, tenaces, escarbando debajo de la tierra, intentando ver bajo el agua, atravesar la niebla y la lluvia que o no cesa o nos convierte en un desierto por su ausencia. En ese teatro nos vemos embarcados, locos de amor, de pasión, de dolor, de justicia.
Nuestro teatro nos elige un día de muchachos. Un espectáculo callejero, una estupenda producción europea, la función de una gira en un internado, nos ilumina y nos captura. Quiero hacer eso. Y hemos entrado en el teatro latinoamericano. Espectadores, teatristas, todos en masa, en distintos lugares de este fragmento del globo, tomando los textos, abriéndonos las cabezas para multiplicar las imágenes, rescatando de nuestros pulmones el aire de nuestras canciones, consolidando la memoria del pueblo, de nuestros pueblos, una memoria que a veces no dice lo mismo en un puerto que en otro. Quizás hay demasiadas montañas que cruzar para llegar a cualquier parte.
Por eso nos gustan y nos gustaban los festivales que traían el mundo a nuestro territorio y aprendíamos a montar y escribir a lo polaco, a lo francés, a lo húngaro, a lo ruso, a lo alemán, a lo inglés, claro y todo lo que tocábamos se convertía en teatro latinoamericano.
Después hemos leído, hemos tenido pesadillas, hemos levantado escenarios en el barrio como si fuera en Londres, buscando una y otra vez la verdad que nos completa a ver si esta vez atinamos en la historia y salimos del zozobrar del sueño americano y del lamento latino.
Desde la más íntima pieza del que leyó a Strindberg en un café del Abasto a la épica redactada en las calles de Cali, todo suena a nuestro aunque las preciosas diferencias multipliquen este concierto de lo extraño que es este teatro siempre mutante.
He enseñado o he actuado en casi todo nuestro territorio. Los mexicanos estaban cargados de imágenes plásticas con la influencia de sus muralistas y de cierta solemnidad azteca para defenderse del Río Grande, los venezolanos jugaban con el lenguaje y las narraciones interminables y siempre había sorpresas y un sentido del humor fenomenal, en Colombia se cruzaban los relatos coloniales con la postmodernidad a lo Koltés con fondo de metralletas y un muchacho del Amazonas proponía una suerte de Génesis fluvial convocando lo que hoy llamamos crisis ambiental y para él era el abandono de los dioses, en Brasil el cuerpo cobraba una dimensión impresionante y el verbo era canción hasta las últimas consecuencias convirtiendo la escritura en partitura, en Buenos Aires Lacan, Deleuze y sus amigos solían aparecer en escena y cada autor era una biblioteca incluso con citas metateatrales, en Puerto Rico el melodrama no afloja y el Caribe se hace sentir, en mi patria duele la historia reciente y la poesía se toma las frases hasta hacer necesario una urgente poda de metáforas, en Montevideo el humor y la melancolía, la lectura de Felisberto y Onetti cargando las piezas con una imaginación desbordante en algunos.
Cada ciudad, cada taller, cada función era un acto de supervivencia. Llevar las obras, cuando se podía llevarlas al hombro sin virus, permitía saber con qué línea reirían, con cual saldría un aplauso, con cual el silencio sería emocionante o tal vez preocupante.
Actuar es descubrir el continente. Es un acto colonizador y también la exposición a ser colonizado, a redescubrir la puesta en Asunción, Lima o Guayaquil.
Intentar enseñar a escribir la transformación del maestro en pupilo, descubrir que nunca sabemos lo que enseñamos, que tenemos primero que aprender de la ciudad, el barrio, la selva o el centro comercial donde estamos.
Volver a casa cargados de esta nacionalidad múltiple y traviesa. No es lo mismo Sao Paulo que Río, ni Taxco que el D.F. ni Santiago y Valparaíso. Ahí vamos con nuestra memoria cargada de videos y escritos, libros y recuerdos. Ahí venimos.
La peste nos arrojó contra las pantallas pero la más mínima presencia se nos antoja carnaval. A la calle, que de ella nunca salimos. A la cordillera de la palabras que la cruzaremos cuantas veces sea necesario para saber quiénes somos. O sea, infinitas.
*El Centro Latinoamericano de Creación e Investigación Teatral – Celcit, con el respaldo de varias organizaciones dedicadas al teatro en Suramérica, han declarado desde 2016, al 8 de octubre, como el Día del teatro latinoamericano, invitando anualmente la voz de una o un teatrista con destacado recorrido y reconocimiento para que comparta sus reflexiones y sentir, para este fecha.
Deberían ser muchos los que escriban en este día, porque somos cientos de latinoamericanos destacados que hacemos teatro
Excelente escrito de Marco de la Parra. En forma y fondo. Una delicia leerlo!