El Ojo Divino del Espectro

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Ensayo sobre la obra Espectros, Cartografía de la peste del grupo Teatro de la Memoria, dirigida por Sofía Monsalve.

Por Juan Bilis

Dramaturgo, director y docente

La obra ya tuvo su última función, así que no arruino expectativas contando de qué va. De qué iba. En pasado. Porque la obra murió para siempre y fue enterrada con lápida. Todo lo que queda de ella, su vida de muerta, durará hasta que muera el último de sus espectadores. Así que esto no es spoiler, sino memoria:

Se trataba de un viaje inmersivo —primero a pie, luego en bicitaxi— a través de un sector de Bogotá, guiados por los últimos humanos y las ratas que quedaban tras el fin del mundo posterior a la peste. Los ciudadanos de la calle, por un pacto mágico y grotesco del teatro, se convirtieron bajo el letal encanto de nuestras miradas en espectros en negación, que seguían el agite de sus vidas sobre la séptima.

En Universidades, una voz en el audífono nos entregó —a los espectadores— el cuidado de un niño que revoloteaba hacia la circunvalar, haciéndonos correr tras él, hasta que agitados lo alcanzamos: era Joaquín. Pero unos minutos más allá, se nos perdió.

En la Macarena, lo volvimos a encontrar, ya grande, coqueteando con una muchacha. Tras estos enamorados, entre canciones y flores, paseamos por el más pastoril de los rincones bogotanos, cuadras recónditas de casas antiguas tapizadas de enredaderas, asistiendo a un paseo bucólico que afirma la alegría de la vida y el amor en medio de la muerte.

Pasaron años, décadas, entre cuadra y cuadra. La joven murió, Joaquín envejeció y luego fuimos llevados en bicitaxis hacia nuestro destino final: el cementerio donde fue enterrada con lápida la obra de teatro: La Barca. Allí cerramos el círculo, juntando el final con el principio. Donde nació la obra, murió. Donde por primera vez se reunieron sus creadores para comenzarla, se reunieron en esta función para darle fin.

Este podría ser en términos muy generales, un boceto de la experiencia vista desde una posible trama. Claro, contada así, es reduccionista. Sobre todo en una obra en la que la trama es lo de menos. Más importante es la experiencia de los espectadores con/en/ desde y a través de la ciudad, el convivio transitorio que se expandía también al ciudadano de la calle. Sírvanos entonces ese boceto como un mapa impreciso para guiarnos a lo largo de este análisis, y para recordar el orden de los acontecimientos. Solo eso. Y permítanme volver al principio.

El ciudadano, o sea uno, yo, llegaba —llegábamos— por cuenta propia al punto de partida de la obra: un centro comercial viejo: Terraza Pasteur. El centro comercial maldito de la mitología urbana de esta ciudad. Aquí nos documentamos como espectros, con una identificación otorgada para el viaje y una foto instantánea de una mueca… “abra los ojos… —decía un inspector apuntando su polaroid— y saque la lengua…” Mientras los químicos emulsionaban nuestra imagen (spectrum) en la foto, el in/spec/tor acababa su in/spec/ción entregándonos el documento de defunción que certificaba nuestra condición de muertos, de e/spec/tros, de e/spec/tadores. La relación es obvia con el teatro (incluso con la foto)…

E/spec/tro. E/spec/tador. E/spec/taculo. Spectrum

El latín spec es mirar u observar. Son demasiados los componentes que en el prólogo aluden a nuestra mirada y a nuestra forma de ser mirados. Tantos, que intuyo en esta particularidad, la clave y el enigma de la obra. Se jugará con nuestra manera de ver una ciudad invisibilizada por su caos, por su entropía cotidiana. Los ojos se volverán extranjeros y dicotómicos en medio de una dialéctica grotesca de contrastes (vida / muerte – trascendental / banal – realidad / ficción, etc.) que, parafraseando con machete a Meyerhold, nos permita “…abordar lo cotidiano, en un plano inédito…, profundizarlo hasta… el punto de que lo cotidiano deja de parecer natural. Más allá de lo que vemos, la existencia lleva en sí un inmenso sector de misterio…

Para la muestra un botón, detengámonos por un momento en esta primera estación del viaje. La elección de Terraza Pasteur como muelle de la ruta mortuoria no solo ficcionaliza y extraña el centro comercial (el lugar está bajo el mando de un Caronte fascista y burletero, coronel del régimen distópico, a quien curiosamente nunca le vimos sus ojos porque llevaba lentes de sol), también lo activa como símbolo y enciende su multidimensionalidad en la psiquis del espectador. La arquitectura, en función de esta obra pandémica, se ironiza al llevar en homenaje el nombre del microbiólogo y químico francés que sentó las bases para la vacunación, Louis Pasteur. Pero además Terraza Pasteur es como un cadáver de los centros comerciales bogotanos. Incluso tiene un carácter erótico y tanático, ya que este lugar es leyenda, entre otras cosas, porque antes era un punto cruising de encuentros sexuales peligrosos. En este muelle de la muerte, se dan zarpazos muy profundos, imperceptibles en apariencia, dos poderosas pulsiones de la teoría freudiana: Eros (vida) y Tánatos (muerte). Vamos a ver una obra de teatro por el goce y placer de ver teatro, pero también nos enfrentamos en ella al misterio de la muerte… Y así… podríamos seguir rastreando muchas dimensiones del edificio en su evocación simbólica. La voz de la rata y el trayecto de los actores (algunos con apariencia de augur) elaboran, a través de nuestros ojos, una radiografía sobre la arquitectura de Bogotá, no para ver los huesos, ni sus esqueletos de hierro, ni su obra negra, sino el entramado semiótico que cada edificio, cada calle, cada transeúnte contiene.

Otro espectador podría no estar de acuerdo conmigo. Decirme que qué va, que le estoy dando demasiada importancia a la mirada en una experiencia inmersiva en la que el caos pasa por todos nuestros sentidos. Olemos. Tocamos. Saboreamos. Oímos. Sentimos frío o calor. Nos ubicamos. A mí se me tostaron las mejillas con el sol. Y sí, es verdad. Ese espectador hipotético tendría razón. Durante el viaje proliferan los estímulos sobre nuestros sentidos, sin excepción de ninguno. Pero todos estos estímulos lo que hacen es ir tejiendo en nosotros una mirada distante, extranjera de lo cotidiano. Orbitan y funcionan alrededor del ojo. Lo estimulan y lo determinan. El ojo también es verbocéntrico. Se guía por la palabra. Y en medio de miles de imágenes aleatorias, por ejemplo, entre los azotes del viento, o la lluvia, o el sol, vemos lo que la voz en el audífono nos dice que veamos, con un uso indicativa y evocativa de la palabra. De hecho, tal vez se ajuste más al acto de ver en esta obra el verbo contemplar. Es más preciso. Las raíces de contemplar son el prefijo “cum” (junto a) y “Templun” (para los romanos, lugar sagrado donde el augur adivinaba prestando atención a las señales). Contemplar es el acto mágico al que nos reta esta ficción. Con este imperativo, la obra nos encanta, y literalmente nos conduce como el flautista a lo niños de Hammelin, con la diferencia de que acá el flautista es una rata y la flauta su voz.

La contemplación pone en un plano sagrado a la ciudad y lo público. Hazaña a gran escala solo posible por un teatro de ambiciones metafísicas como el de Sofía Monsalve. Pero esa hazaña no es exclusivamente espacial, también y sobre todo, trabaja en el tiempo, haciendo que la obra sea antigua y contemporánea a la vez, porque el tiempo sagrado no es cronológico, es más el tiempo de la ocasión, (curiosamente el grupo tiene otra obra llamada Kairós). Por eso la pandemia, ese antes y después que volvió preshitoria todo lo previo al 2019, acá se mantiene vigente, abarcando pasado, presente y futuro al mismo tiempo. Solo esta ritualización del tiempo hace posible que durante tres horas cronológicas vivamos dos vidas, que la humanidad nazca y envejezca entre la Séptima, La Macarena y Teusaquillo.

Enlazar ciudad, paisaje, ficción y religiosidad ya lo hacía la arquitectura de los teatros griegos construidos en continuidad con el paisaje y las estaciones. En una tragedia no solo estaban los actores, sus máscaras, el viento, la estación, la ciudad, el pueblo, también estaba entre el público, sentado en la mejor silla, el mismísimo Dionisio, uniéndose en él lo sagrado y lo profano. La actuación, en ese contexto, no tenía como ahora una intención comercial, tenía una intención divina. Iba dirigida al pueblo y a los dioses, lo cual elevaba el goce del hombre común a la altura del de dios del vino y el éxtasis. El teatro, en cierto sentido, también era templo. Y la ciudad, en cierto sentido, también era el teatro. A fuerza de esto, me atrevo a pensar que, como en esta obra, la ciudad gracias al teatro adquiría aquel plano sagrado del que ya hablamos. Por lo menos así lo imagino, gracias a la obra de Monsalve.

No caminó Dionisio entre nosotros, lo hizo otra diosa irrefutable: la Muerte. Sin embargo, nuestra asistencia a este ritual, a esta obra, sí fue muy dionisiaca: en grupo. Amorfa. Fuimos una sola bestia instintiva, multicéfala, juguetona, fantasmal, con decenas de ojos, recorriendo la ciudad en estado de ficción y extrañamiento. No sorprende que mientras caminábamos, los transeúntes se nos quedaran mirando, porque éramos los raros. Bien podríamos ser tomados por locos. Un coro heterogéneo de bacantes al que ni siquiera le importaba que pitaran los carros. De hecho, creo que habría sido más profundo para la experiencia recibir más licor. Partir borrachos de la Terraza Pasteur. El borracho ve doble. Y esta obra nos exige una mirada desdoblada, ya que los espectadores nos desdoblamos y la ciudad se desdobla en nosotros. Curiosamente, solo los actores eran seres unívocos, de una sola esencia. Había más unidad en ellos que en nosotros, que íbamos en calidad de ciudadanos “reales” y de “muertos”, de “espectadores” y de “espectros”, de “objetos” y “sujetos” al mismo tiempo.

Larga muerte a esta obra, que perdurará hasta que en el mundo deje de existir el último de sus espectadores. No será el olvido, si no la falta de una memoria que la recuerde lo que pondrá el punto final en la lápida. Mientras tanto, seguimos y seguiremos escribiendo, los bogotanos que la vimos, un extenso epitafio, del que esta reflexión también hace parte, a su manera.

Lunes 6 de enero del 2025.

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